De la
tenebrosidad de la calle viguesa y enxebre de las tres Portiñas, donde vivo, se
destacó una sombra. Era de noche, por supuesto. Y la sombra pertenecía a un ser
humano. Un hombre, al parecer.
De dentro de la
sombra brotó una voz cóncava y solemne.
-¿Es usted el señor que habita aquí?
Me acordé de
Barcelona. Era la víspera del primero de Mayo. La ola roja, acaso desteñida por
el uso, necesitaría sangre de burgués para colorearse nuevamente. Por
instintivo movimiento llevé la mano a la culata del revólver y oprimí hacia
arriba el botón de seguridad.
Al mismo tiempo,
por si me habían confundido con el Sr. Matínez Anido, exclamé resuelto.
-No vaya usted a creerse que soy otra
persona que el señor don Jaime Solá Mestre, para servirle.
-Le estaba esperando. Y me lo pareció. Y
soy Fabian.
Me puse a
repasar en la memoria los nombre de los sindicalistas conocidos. Después pasé a
los de los capitanes de gavilla. Y, enseguida, revisté a los más acreditados
sablistas. Ninguno era Fabian.
Separé la mano
del revolver. Si pretendía acometerme, ya había perdido mucho tiempo. Además la
placidez sonora de la voz empezó a tranquilizarme. Un hombre que hablaba como
aquél podría tener dentro de sí un vasete del inofensivo tinto de la tierra, y
quien dice un vasete dice cuatro. Lo que no podía albergar en su interior era
un haz de malas intenciones.
La sombra se aproximó
y pude examinarla. Pertenecía a un hombre alto, recio, y delgado, de facciones
finas, de mirada dulce, de voz persuasiva, de unos cuarenta y ochenta años, -me
gusta la precisión en estos cálculos- de aspecto labriego, de franca risa de
bondad manifiesta.
-Y soy Fabian y
vengo de Parderrubias.
Aquello fué para
mi una revelación. El suceso transcendental surgirá de nuevo.
-En Parderrubias debía estar yo en estos
momentos. Pero mis amigos no aparecieron en la estación. Yo, entonces, seguí en
el mismo tren.
-Si señor, ya lo sé. Y yo le seguí en el
inmediato tren.
-¿Pero que ocurrió?
En la sombra de
la calle vi chispear los ojos de mi interlocutor. Se apoyó en la pared de mi
casa de mi señor casero. Por su voz pasó un velo. Se rasgó a veces este velo y
su voz vibró. Fue aquella una escena llena de emociones.
-Mire, señor; su
amigo D. Arturo, el maestro, palideció. Le faltaba el aire. Tuve que se lo dar
con el sombrero. D. Manuel, el señor Ortiz, le empezó a se tambalear en el
caballo y a poco se le cae. Hasta la besta tuvo una vuelta. A mi compadre
Rabicho, que venía con nos, se le viró el color. Le fué una cosa que para
inscrita en el Registro Civil.
-¿Dios mio! ¿Pero que pasó por mi culpa?
-Ay señor.
-¿Que D. Arturo pilló una insolación?
-Pior, señor.
-¿Que el Sr. Ortiz Novo se torció un pie?
-Mas Pior.
-¿Que se fueron los dos “barranco abajo”,
como la torunee de la Quiroga?
-Ainda pior todavía.
La calle estaba
ya iluminada. Los ojos de Fabian eran un proyector.
-Pasó, señor-¡ay, Dios nos valga!- pasó
señor que después de exigirle a usted que se comprometiera por escrito,
nosotros, los cuatro juntos y además la besta, llegamos con ocho minutos de
retraso a la estación.
Realmente, para
gente tan puntual, había sido catastrófico.
Cómo
se lleva a un gato
-Yo voy a buscarlo a Vigo.
Y añadió Ortiz
Novo.
-Yo te acompaño.
Entonces
intervino Fabian.
-¿De nincuna manera! Ostés se quedan. Yo
se lo traigo.
Ortiz y Gallego
se miraron admirados. ¿Sería posible?
-Ostés se vuelven a Parderrubias, yo me
meto en el tren portugués, y mañana estamos de vuelta.
Los convenció,
y, después, en la obscuridad de la calle, me convenció a mí también. Cuando le
dí palabra de seguirle, marchó triunfalmente hacia el hospedaje. Y allí –él lo
confesó- se tomó doble ración de tinto.
¿Que supremo
resorte pensaría tocar Fabian para afirmar que me llevaría a Parderrubias? No
ha querido decirlo. Es su secreto. Pero cuando me encaminaba a la estación, yo
descubrí la cabeza de Fabian en alguna esquina, siguiéndome los pasos. Creo
haberle visto un raro envoltorio debajo del brazo. Ya ambos en el tren, advertí
una rara maniobra al pasar un túnel. Fabian debió arrojar entonces el
envoltorio a la vía. Aquel paquete sospechoso debía contener un saco. Fabian
–indudablemente- fue a Vigo decidido a meterme en el saco si yo me resistía. Y
al llegar a Parderrubias conmigo como se llega con el gato de la suerte:
maullando a grito herido éste y con las uñas largas.
Cómo Ortiz Novo recorre largas distancias
Para ir a
Parderrubias como a Roma –que en esto de que por todas partes a ellos se va
todos los pueblos se parecen- teneis varios caminos. El más cómodo es el que
empieza en la villa de Porriño y concluye, once kilometros después, en la de
Salceda de Casellas. Es una nueva y llana carretera. Un carruaje recibe
vuestros huesos y sin molimiento muy sensible los deja a diez minutos de la
pintoresca Parderrubias. Un camino que a veces sombrean los pinares y otras los
pétreos cercos de las fincas, y que es liso y llano casi siempre, os lleva a la
aldeíta: No sudáis, no sentís la fatiga, no conocéis el cansancio, no os invade
el aburrimiento, no tenéis que maldecir de vuestra mala sombra o de vuestro mal
calzado sobre las guijas de la senda ó en la prisión del carricoche.
Ya supondréis
que un camino tan fácil, tan sin algo de emoción no podía ser el mío. Ortiz
Novo me había escrito hablando de los tremendos montes y de las alpinas rutas,
y esto bastó para que yo pensara con fruición en la corredoira colgada, como un
nido de milanos, en la crestería de las sierras.
Fabian me había
dicho:
-D. Arturo quier que lo lleve en coche
desde Porriño.
Y yo le había
contestado:
-Pero yo quiero ir por donde fué Ortiz
Novo.
-D. Manolo le fué por el monte.
-Pues yo quiero ir por donde fué D.
Manolo.
Y convinimos en
ir a pié hasta Parderrubias, dejando el tren el la estación de Guillarey.
Ya en marcha,
pregunté cuantos kilómetros habría.
Fabian se rascó
la cabeza. Se apoderó de mi gaban y de mi máquina fotográfica. Volvió a
rascarse la cabeza.
-Pues poderá haber como unos tres
kilómetros.
Guillarey empezó
a quedar debajo de nosotros. El llano se ensanchó delante de nuestros ojos. Tuy
y Valenza surgieron, sobre dos altozanos, en el confín de la llanura. En lo
alto de San Julian brilló el blanco muro de los jardines que rodean el campo de
la ermita. Y, a lo lejos, apareció, morada, difusa, ingente, misteriosa, la
inconfundible silueta del Santa Tecla. Adivinamos las piedras, y los baluartes,
y los pasadizos, y las almenas romanas, y las conchas ibéricas de la citania
prehistórica, y, entre ellos, a unos cuantos sabios discutiendo sobre si fué
Abóbriga ...
He querido subir
para dominar en toda su extensión la haz de la llanura. Tomamos una senda
montaraz. Toda la gándara se ofreció delante de nuestros ojos, cerrada, a lo
lejos, por las montañas portuguesas, oteada, más de cera, por la mola hosca y
hierática –el centinela milenario de piedra- del Faro de Budiño. Quise subir
más todavía. Los poblados se empequeñecieron a la par que se dilataba la
llanura. Las colinas se fundieron con la tierra baja. Los altozanos se
aplastaron.
Vista das Gándaras con Tui ao fondo |
-¡Más arriba! ¡Más arriba! –grité a
Fabian, sintiendo el entusiasmo de los alpinistas.
Fabian volvió a
rascarse la cabeza.
-“Déame” acá eso.
Eso era el
trípode de la máquina.
-“Déame” acá todo lo que pese.
Mostré mi
asombro. ¿Que pasaba?
Pasaba que
Fabian había dicho que a Parderrubias habría como tres kilómetros. Pero en la
aldea no andan muy bien de medidas métricas. Los tres kilómetros podían
convertirse en una legua. Y él además no había de convencerme para la excursión
echando distancias por la boca. Ya aparecerían ellas delante de los pies.
Estaba clara,
límpida, alegre la mañana. El sol primaveral llenaba, de extremo a extremo, la
diafanidad del cielo. Los campos mostraban un verde de gala, un verde jocundo:
gláuco. La luz hacía brillar los cristales de las aldeas y las flechas en las
espadañas. Las mismas rocas, los mismos ingentes monolitos de las cumbres,
relucían entre las motas blancas de los retamales y el oro de las flores del
tojo de las alturas.
Fabian alargó
hacia mí los brazos y me pidió el bastón. Hizo ademán de tomarme en peso. Le
interrogué con la mirada.
-Es que si se tercia hay todavía mas que
la legua. Para mí que le son siete kilómetros.
-Aunque sean veinte. ¿No vino también el
Sr. Oriz Novo?
-Sí, señor.
-Pues entonces yo también puedo venir.
-Usted, le poderá, ay, eso sí señor, que
usted tiene el paso muy seguro y no se canso. ¡Pero es que el Sr. Ortiz Novo le
vino de a caballo!
Otriz Novo puede
que se me incomode porque descubra aquí sus escarceos hípicos. Lo hago para
castigo de sus culpas. Y para que se apee.
Yo no sé si
estas excursiones acabarán conmigo más o menos pronto. Me sientan
admirablemente cuando las hago de modo metódico, según mis planes, un poco
exagerados siempre. Me cansan cuando mis amigos complican mis exageraciones. Yo
llevo siempre el programa de viaje lo máximo de mi resistencia. Una
prolongación me pondrá en la linde de la catástrofe.
Para cuando ésta
sobrevenga, pienso en el arte del cronista Ortiz Novo. Él ama los viajes. Él es
observador. Él escribe con elegancias áticas. Él no tiene contra sí más
defectos que el de ir leyendo a Ruben Darío por las carreteras. Si va sobre un
caballo sabio, éste sabrá apartarse. Pero si va a pié está predestinado a
perecer debajo de un automóvil. Hay versos salvadores, capaces de repeler a una
locomotora en marcha. Los de Ruben atraen muchas veces. Los de Amado Nervo –de
los cuales también gusta Ortiz- siempre.
Hemos dejado la
aspereza del monte y nos hemos internado bajo la fronda de los pinares. Sus
copas pintan y arrullan los alrededores de Parderrubias. Las sendas montaraces
serpentean entre los troncos. De cuando en cuando se interrumpe el bosque y
aparece una casita aldeana, que tiene un maizal al lado y una parra delante.
Unos polluelos pían junto a la puerta. En el quicio dormita una vieja. Una moza
canta junto al brocal de un pozo. Las flores blancas y las flores moradas
tachonan las ramas de unos frutales. Un gallo canta.
Vuelven el
bosque y la serpeante senda. Y reaparecen las casitas aldeanas, como
escondidas, ruborosas de que las vea demasiado la luz, en la mansa vertiente de
la montaña.
Más abajo está
la gigante “chan”, el llano sembrado de viñas y de maizales. Y corren por él
los recios cierres de las heredades. Son todos de piedra; son todos de postes
de granito estrechamente unidos, sin paletada de cal en las juntas. Es esto
algo característico de esta llanura, sobre la cual tributaron los enormes
monolitos de las montañas próximas. El muro de piedrecitas superpuestas, de
menudos cantos, de cal y cascote, no existe sobre la “chan” fecunda. Las
murallas son columnatas. Las divisiones son hitos tan próximos entre sí que de
lejos semejan una sola enorme colina pétrea.
Es muy dulce,
muy sensual, mística pudiera decirse, esta campiña del llano. Todo es color
suave, de verdes claros salpicados de flores diminutas, a lo largo de las lisas
huertas. Todo es silencio, mansa tranquilidad, bajo el luminoso cielo. Hasta el
sol, silente, parece que no quiere herirme con sus dardos de oro. Una ténue
brisa amortigua sus ardores. Creyérase que todo duerme bajo el cobalto del
cielo claro, que parece también una inmensa pupila de mujer dormitando,
embebida en la contemplación de un paisaje amado.
Hemos llegado al
límite del bosque, donde se acaban las vertientes, y Fabian se ha creido en el
caso de usar de la palabra.
-Ahora le entramos en Parderrubias.
-¿Dónde está el maestro? ¿Donde está
Ortiz Novo?
-Ahora le entramos en la parroquia, pero
hay que andar un kilómetro todavía.
-Un kilómetro que puede ser ...
-Señor, ahora ya no le falta ni siquiera
una legua.
Leed a Ortiz
Ortiz, más
literato, más concienzudo y más meticuloso que yo, antes de llegar a
Parderrubias os habría hecho una descripción pintoresca de Fabian, y otra, muy
geográfica, del camino. Yo que os he dicho algo de Fabian, os consiento que
adivineis el resto. Para describiros en detalle el país, me faltó la brújula.
Unos montes que
están delante de mí, que hemos de flanquear antes de rendir el viaje, me dicen
que son un faro. Los montes son “faros” en el valle de Salceda, como son
“cotos” en la Arnoya. Seguramente los unos y en los otros estuvo el castro
romano. El faro de Budiño fué el guardián de la gándara. El de Entienza, que es
el que vamos a flanquear, debió tener puestos en el Miño los ojos de sus
centinelas. De allí arranca el alma del pueblo la poesía de la leyenda. En una
de esas crestas está “a pena do pombo”. En ella hay un antro encantado, lleno
de riquezas fantásticas, al cual llegará quien acierte a encontrar el postigo
de oro.
Yo recojo esta
belleza, flotante en el acervo de la remembranza popular pero no inquiero hacia
donde cae el faro de la Entienza. Lo tengo delante de los ojos y no sé ni me
importa saber si es hacia el oriente o hacia el poniente. No se lo pregunto a
Fabian, que no quiero distraerme del saboreo del paisaje, y el sol, en el
cénit, donde no es un índice, no me dice nada. Callamos los dos para gozar del
momento místico sobre la tierra mística.
En lo alto de
los montes, yo he visto a Ortiz Novo desplegar un papel y laborar con las estilográfica.
De aquello debió salir un plano. Allí Tuy. Allí Valenza. Allá Guillarey. Detrás
de un altozano, el castillo de Salvatierra. Arbo más arriba y, en el río, la
espuma de las presas. Portugal erguido como un macizo de montañas. Adivinadas,
las alturas de Cortegada. Muy lejos, los montes orensanos. Tal vez los Alpes
gallegos. El corte de las sierras por la hoz argéntea del Sil. Las filigranas
del monasterio de San Esteban colgadas sobre el abismo.
Yo veo esto. Yo
me dejo sugestionar por esto, pero no quiero saber si está a la derecha o si
está a la izquierda, al norte o al sur, por donde aparece el sol envuelto en un
manto de oro, o por donde se aleja de este bello horizonte bañado en lágrimas
de fuego.
Yo llego a la
cumbre, tiendo la mirada, siendo el asombro unos segundos, y quiero ya partir,
antes de que envejezca la emoción dentro de mi alma, atento nada más que a que
se continue y se agigante y cobre nueva vida y florezca sacudida por el aleteo
del ensueño. Solo así la poesía nos lleva hacia lo infinito. Sic itur ad astra.
Leed en la
brillante prosa del centauro Ortiz –gustador de la montaña sobre alazán brioso-
lo que yo no os cuente.
En el hogar de Arturo Gallego
Cerca de la iglesia parroquial –sin arte y sin historia- hay una plazoleta en Parderrubias. En la plazoleta, una cruz. Al respaldo de la cruz, la hornacina, de unas Ánimas.
Chegada á igrexa de Parderrubias |
Frente a las Ánimas, una moderna casa, alegre y blanca. En la casa, la escuelita. Sobre la escuelita, las habitaciones del maestro. En las habitaciones del maestro lo llenaba todo una larga mesa cuando en ellas irrumpimos. Y en la mesa llenaban la mayor parte unas ventrudas botellas.
Casa do mestre Arturo Gallego |
Me acordé de Cuntis. En Cuntis tiene unas botellas así mi gran amigo D. Marcial Campos. Pero el Sr. Campos dispone en su fábrica de un admirable mecánico que se llama Barros. Y Barros, que un día hizo una máquina de vapor o una cosa parecida, -tan complicada desde luego- con los restos mortales de una cocina económica, está inventando una grua para levantar la botella. Arturo Gallego, el hospitalario maestro de Parderrubias, debe estar a la mira para aprovechar en invento cuando lo patente Barros. Una “Titan” de comedor hará un brillante papel al lado de sus ahitos botellones.
Unos recipientes
así demuestran que en Parderrubias se cosecha vino. El vino y el maiz son los
productos del país. Tal vez el llano dé de sí -¿y como nó?- algunas patatas gigantescas
y algunas fresquísimas lechugas. Y el rojo pimientos. Y la blanca cebolla. Pero
paseais la mirada por la “chan” y veis por todas partes las crenchas de los
maizales y el verdor lujuriante de los pámpanos. Todo ello sobre la nota recia
y alegre de la piedra blanca; de los rígidos cierres de granito.
También había
flores en la mesa. Parderrubias es una huerta enorme salpicada de jardines. Lo
pone la naturaleza en los “vanos” del cultivo más que la asiduidad del hombre.
La naturaleza se siente jardinero en un país en que la vegetación lo es todo.
Y, solícita, sabe completarse.
Las grandes
botellas del maestro, que dicen que allí es abundante el vino, dicen algo más.
Dicen que es ligero e inofensivo y que puede beberse sin recelo. Y dicen,
grandes, pródigas, que no se bebe el agua de Parderrubias. En todas partes el
agua cría ranas. En Parderrubias puede criar cosas peores.
Á dereita Arturo Gallego |
Arturo Gallego
se inquieta todo él en torno de la mesa. Rebosa de viandas. Todo es “confort”
al rededor y tiembra por el detalle inadvertido. El despachó propios en todas
direcciones para surtir abundantemente su despensa. Tiene un banquete
preparado. Y subsistencias para que permanezcamos, comiendo siempre, una
semana. Me lo han dicho sus hombres de confianza.
¡Sus hombres de
confianza! Hay que ver quienes son los hombres de confianza de Arturo Gallego.
Uno es Fabian, mi compañero de viaje. El otro es “Rabicho”. Son dos labradores
ricos, pero tan labradores y tan hombres de bien como si no tuviesen medio
céntimo.
Rabicho á dereita, no centro a súa filla. |
“Rabicho” es
otro mote como como el de “Fabian”. De sus abuelos los recibieron ambos amigos
del maestro. El ascendiente de “Rabicho” se presentó en Parderrubias,
procedente de Portugal, con una chaqueta que moría al nivel del espinazo. Toda
la ancestral redondez de los “Rabicho” paseó entonces visible los blandos
caminos de la aldea. Y como aquella era una prenda “rabichada”, el estro
popular concedió el mote al repatriado, para sí y para su casta en todo el
decurso de los siglos.
Fabian (José Pérez Vaqueiro) o carteiro de Parderrubias e a súa dona. |
A veces Fabian y
Rabicho se presentan en casa del maestro a la primera hora matinal, unas veces
cuando la escarcha recama la campiña y otras veces cuando el sol la baña en luz
de oro.
-E logo. ¿No da a parva?
-¡Vamos, hombre! Ahí tienen la botella.
¿Aún quieren que se la lleve a los labios?
Rabicho y Fabian
se apoderan del aguardiente, se separan un poco, se hacen capa, y se meten
entre pecho y espalda un par de copas por barba. Y el maestro les retira el
envase, gritando con ruidosa sorpresa, a maravilla simulada:
-¡Qué escándalo! ¡Me han vaciado la botella!
¡Lo menos se bebió diez copas cada uno! ¿Habráse visto borrachos como éstos?
Fabian y Rabicho
sueltan la carcajada, prometiéndose, ya que llevan la fama, hacer la trasiega
de verdad otra vez que alcancen la botella.
Estos son los
hombres de confianza de Arturo Gallego. Ellos estuvieron a su lado en sus
desgracias de familia. No hubo solicitud que no tuviesen entonces. Se lo paga
el maestro en gratitud y en fraternidad. Son, con el párroco, con el médico,
con el cura, con el secretario del ayuntamiento, con el presidente del
sindicato agrario, con otro maestro, con la aristocracia del país, nuestros
comensales. Y gozan con la alegría del anfitrión, que al fin logró
trasplantarnos desde nuestras urbes y desde nuestros yunques al virginialismo
encantador- todo paz, todo silencio, todo poesía- de la escondida Parderrubias.
Os comensais do banquete |
Otra vez el alma del paisaje
Después de
comer, el gaiteiro Leirós vino a obsequiarnos. Fué una grata sorpresa manada
del númen del maestro. Lo fué por el obsequio. Y lo fué porque entre diez
obtuvo Leirós el premio en público concurso.
O gaiteiro Leirós |
Después de oirle
unas cuantas filigranas nos sometemos a consejo. ¿Qué hacer de nuestra vida en
el largo decurso de la tarde? ¿Quedarnos al pié del campanario, en la dulzura
del camino, donde, a los acordes de la gaita, se reunirá la mocería ¿Dejar el
muelle saboreo de la música e irnos monte arriba? Habida cuenta de los kilos de
viandas ingeridas, lo último es lo cuerdo. Y subimos hacia el monte.
Persigo, tanto
como la buena digestión, el alma del paisaje. A ver qué cariños despierta en
mis adentros y qué recuerdos me sugiere la contemplación de la llanura. Acabo
de tener delante de mis ojos la campiña del Ribero. Y el Ribero –como un día la
Curota, como el ingente panorama del Barbanza- habló dentro de mí.
Pero es que el
Ribero va siempre conmigo, en lo profundo de mi alma. El Ribero no son ante mis
ojos unas vides y unas pardas espadañas y unos pazos dormidos al pie de unos
cipreses. Ni el sauzal que murmura en la Ribera. Ni el río que canta hecho
vellones argentinos en las presas. El Ribero es el poema en roca, en tierra, el
verdor y en sangre humana de la reciedad y el sensualismo y la poesía de
Galicia. Miro a San Clodio y surge en mi imaginación la historia del viejo
monasterio. Cierro los ojos y se aparecen ante mí las lenguas de fuego con que
muerde la austera morada de los frailes la ira de Madruga. Por los caminos
descubro al padre prior, con una corona de ajos sobre la augusta resignación
del rostro sereno en la desgracia. No tengo que escudriñar en la distancia para
hallar la faz riente del sabio Padre Eijan, rebuscando en un archivo. Y oigo
una voz infantil sobre una senda pedregosa –las impías sendas ribeiranas!- y
evoco la niñez del bardo de San Clodio, Eladio Rodríguez y González, libando la
dulzura de sus trovas ambrosáicas -perfumes de violetas y miel de madreselvas- en
los taludes vestidos de colores por la pintora primavera. Sigo los sáuces donde
el ruiseñor ameniza la ribera y voy de pueblo en pueblo hasta mi refugio
campesino. Descanso en Gomariz, al arrullo de la linfa. Estoy tendido sobre el
césped. De mi mano va saliendo el hilo de amor a mi país con que tramo mis
novelas. Poso mis ojos sobre un pazo y me parece que salen de él unos brazos
amigos que me estrechan. Miro a las alturas y cada campanario pone en mis
pupilas un desfile de labores de orfebres de la piedra admiradas en mis viejas
correrías. Quiero meditar y la historia me sugiere las más amenas reflexiones.
¡Todo ese
paisaje está incorporado a mí, es carne de la carne de mi alma, latido con los
latidos de mi pecho, vibración con las vibraciones de toda mi persona! Y esto
se logra tarde o nunca. Me arrepiento. Nunca nó. Tarde, tarde siempre.
Porque esto es
así, yo subo al faro de Entienza y apenas me conmuevo. No sé, no sé lo suficiente.
No siento dentro de mí la añoranza de las viejas emociones. No se levanta el
turbión de los recuerdos a sacudirme las entrañas. Hay delante de mí tierras y
paisajes e historia para inspirar a uno de esos himnos que son como una
explosión del entusiasmo en las obras del viajero. No está aun dentro de mí la
chispa de amor que hace detonar la imaginación sobre las líneas. Dejo el faro
de Entienza hablando como cualquier excursionista su plan de Agencia inglesa.
A expedición no alto do Faro de Entenza |
-¿Le ha gustado?
-“Yes”, sí me ha gustado. Pero -¡ay!- no
lo he sentido.
He aquí otro
jalón para acordarse con Goethe acerca de lo qué debe entenderse por alma del
paisaje.
La obra del P. Argüelles
-“Sol poniente”.
Volvíme hacia
los campos del valle de Salceda y escudriñé en la lejanía. Allí debían estar
los pazos centenarios: el castillo feudal del señor de la Picoña, el palacete
gentil de los Aballe; la casona de los Sotomayor. Otro título asomó, como grata
evocación, en mi memoria.
-¡La casa solariega!
¿Es en esa
valle, es más allá, en el que besan las aguas del Verdugo, donde puso el P.
Argüelles la acción de su leyenda? Es lo mismo para mí. Más cerca o más
distante, las mismas escenas de la vida medioeval que el sabio jesuita engarzó
con el oro de su prosa a lo largo de su libro “Sol poniente”, tuvieron por
escenario los alcores de Sotomayor y la llanura de Salceda. El joven Ivan pudo
salir en excursión de cetrería por las cumbres que miran al cristal del Oitaven
o por las lomas del faro de Entienza. Y Flora, la virginal beldad
aristocrática, tanto pudo morir en una torre que otease el espejo solemne de la
ría como al pié de unas almenas escondidas debajo de los monolitos de los
altozanos guardianes del glásis salicano. La solemnidad de Don Gutier encaja en
uno y otro marco. La vida medieval, de tierra adentro, de refugio detrás de las
montañas, de paz de la campiña de prevención contra la piratería de la costa,
fué intensa en Sotomayor como en el valle de Salceda. El P. Argüelles pudo
encender su alma en las leyendas de la una y la otra tierra, que en el otra la
una continúa y se completa, y sus próceres iban por ambas de castillo en
castillo y de pazo en pazo delante de sus brillantes escoltas realengas.
Heme aquí ya
transportado al libro del maestro, a su prosa tallada como la fina pedrería, a
su aristocracia espiritual, a su buen gusto, a las alturas desde donde su alma
–águila caudal- se cierne sobre la nebulosidad de lo pretérito, otenado y
apoderándose, para gozo de la posteridad, de lo que en ella es digno de la
perpetuación en líneas inmortales.
Observad cómo
una obra, cómo un fruto del ingenio –“Sol poniente”- basta para hacerme volver
a la vista de un país con cuya espiritualidad me identifica unos momentos la
evocación, áurea y sentimental, de las grandezas del pasado.
Y ahora, amigos
míos, permitidme esta pregunta. ¿Habéis leído “Sol poniente” del Padre jesuíta
y sabio retórico Tomás de Argüelles? Leedlo, y cuando vuestros ojos paseen los
muros de un viejo solar almenado y austero de la tierra de Galicia, tendréis
dentro del alma el recuerdo de una vida que revivirá en vosotros como una
dulcísima añoranza. Y ya es mucho contemplar lo que por nuestra preparación
espiritual ya no nos es indiferente.
La casona de la aldea
En una suave
eminencia de la “chan” hay una casona en Parderrubias. Es la clásica casona del
campo de Galicia, que ni es pazo, ni choza de labriego, ni burguesa modesta
habitación. És un sacerdote, -su dueño- quien la habita D. Angel Fernández
Alonso, cura de la aldea, auxiliar, meritísimo y veterano del abad, D. Antonio
Pérez, otro buen sacerdote y buen señor que también quiso colmarnos de
atenciones.
Ao fondo a casona do cura, e en primeiro plano o cura Angel Fernández Alonso. |
Es intraducible
para mí el encanto que me produce la entrada en esas casas donde todo
trasciende a vida tranquila y abundante, rodeada de cierta ranciedad, como un
trasplante, una saudosa invocación de tiempos ya lejanos.
Son antiguos,
recios, confortables los sillones en la casona de Don Angel. Vése en cada
habitación una talla religiosa ciudadosamente encerrada en un fanal. A veces en
vez de la talla hay un primor, tal vez salido de delicadas manos escondidas,
con la nostalgia de la vida, detrás de las celosías de una mansión conventual.
De las paredes penden retratos de los Papas y estampas de familiares
devociones. Campea entre ellas algún retrato de algún asccendiente engolado y
principal. Y tocais en las ventanas y en las puertas y os suenan a metal, que
gruesas planchas férreas ponen la hacienda a cubierto de los viandantes de
rapiña y el sueño del señor a resguardo de un violento despertar.
Tiene un
fonógrafo D. Angel, y en la hora vespera, más cerca de la noche que de la
aparición melancólica del Véspero, cuando volvíamos del monte, quiso
obsequiarnos con su más lucido repertorio.
Fabian y Rabicho
corrieron a meter la nariz en la bocina, impidiendo la maniobra del dueño de la
casa. Y fué cuestión de poner en juego Dios y ayuda la de separarles de la
máquina sonora.
Pasamos revista
–sin que él lo sospechase- a los gustos de Don Angel. ¡Nada de ópera, que el
diablo acaso la inspiró para decir las mayores travesuras y desnudeces bajo del
disfraz del gorgorito! ¡Nada de opereta, ni siquiera de zarzuela! El obligado
de cometín acompañado por la orquesta; la gran marcha encomendada a la gran
banda; la risa concertada y pianizada; el discurso del tartamudo defensor; todo
lo transparente, lo sencillo, lo más incapaz de recoveco ocultador del más leve
atisbo de malicia. Y, sobre todo, en varios discos, los motetes, las plegarias,
la conjunción de voces infantiles y de hombrunas voces admirables, de reciedad
y delicadeza de la Capilla Sixtina.
¡Que bien se
acompasaron sus magníficos acentos con la oración de los insectos, que allá
afuera, al pie del alto y recio balcón de la casona, cantaban a todo lo ancho
de la llanura recogida en la paz ingente de la noche! ¡Qué místico momento
aquel momento! ¡Que solidaridad la del instrumento con la tierra, la del cantos
con los oyentes, la del espíritu religioso que a Dios subía, con la paz mirífica
de Dios que asomaba sobre la soñolienta extensión de la campiña!
Nos sonó a
profanación la voz de D. Angel llevándonos hacia el champaña cincuentón que nos
esperaba en el breve comedor de célibe y de asceta. Y solo nos reconcilió con
el momento, la ranciedad del vino tostado servido de lleno jarro, como lo
cataban los viejos bebedores cuando los viejos bebedores podían gozar de la
felicidad de la abundancia.
Era noche
cerrada cuando dejamos la casona. Es posible que creyésemos un mito la densa
sombra de la aldea para la ingente luminaria que de nosotros irradiaba.
En el silencio de la noche
Hace poco tiempo
que Arturo Gallego tuvo una irreparable desgracia familiar. Una tía suya, que
le acompañó hasta Parderrubias y que sería –séria, experta, buena, cariñosa- la
administradora de sus primeros pasos en la vida independiente, rindió a la
tierra la parte mortal de su persona. En la misma alcoba que yo ocupo debió ser.
El mismo lecho debió oir el último suspiro de su vida. Y donde yo repaso en la
imaginación mis impresiones de viaje, ella debió emprender aquél de donde no
hay retorno.
No me
impresiona, con impresión de temor, este recuerdo. Evoco la severa figura de la
muerta, pálida y serena, en el mismo lugar donde yo tiendo mi corazón que
palpita con todas las ansias de la vida. Y me limito a compadecer a Arturo
Gallego que perdió la dulce compañía y a orar un momento por el alma de mi
buena antecesora en el disfrute del encanto de la alcoba.
Yo no siento el
supersticioso pavor que en muchos ánimos infunde la presencia de la muerte. Hay
un misterio aletenado sobre ella: la otra vida. Cualquiera que éste sea no
puede asustar a quien hizo la suya en este mundo en la sana alegría de haber
satisfecho siempre a la conciencia. La muerte es nuestro seguro provenir.
Asustarse ante el cadáver de un semejante es empezar a sentir el miedo de uno
mismo.
Después de la
oración voy anotando en el libro inmaterial de los recuerdos los nombres y los
hechos de mis nuevos conocidos. Ahora el párroco D. Antonio Pérez. Es el hombre
serio y afable a la par, cuyo cabello empiezan a teñir de blanco los afanes del
cargo rectoral. Hay en su rostro la expresión de la firmeza y la expresión de la
dulzura. No creo que me induzcan en error sus primeras impresiones. D. Antonio
debe tener en el alma un brazo de hierro para llevar a donde su misión lo exige
el bálsamo de sus santos sentimientos. El médico después. D. Jacinto
Zunzunegui. No es gallego. Lo dice su apellido y lo dice su perfil. Nació en
aquella tierra de los pequeños valles y de los verdes altozanos, en las
provincias vascongadas. Vino a Galicia y se encerró en la paz de un distrito
virgiliano. Y acomodándose al país, hizo florecer hasta doce veces sobre la
tierra que con amor le recibía el tronco recio y secular de sus mayores. Los
doce hijos gallegos de D. Jacinto son una nueva fé de bautismo en el sensual y
místico valle de Salceda.
Acaso tiene que
interrumpirse la revista. En la sala que linda con la alcoba álguien se agita,
inquiere, va de un lado a otro, escudriña entre las sombras. ¡Silencio! Es el
poeta. Es Ortiz Novo, que después de haber agotado las existencias de carburo
del maestro, sale a caza de una vela.
Dejémosle. Anda
a vueltas con su tema. El campo, en plena vida, pone en su espíritu la idea de
la muerte. Es el eterno contrasentido, que se dibuja con los contornos de las
llamas en que arde la imaginación de los poetas.
Ortiz paseó como
nosotros por la llanura floreada. Y entonces dijo, en magnífica estrofa, su
estro vigoroso:
“En Primavera el ánfora
fragante del Amor
iluminó los huertos,
los rosales abrió ...
reían en los campos
las flores de ilusión;
los pájaros trinaban
sus salterios de amor.
-Arpegios reidores
que riman su oración
con la oración pagana
del claro surtidor-
(Es en Mayo fragante
Su chorro, un trovador)”
He ahí la visión
expléndida de la vida, mi visión eterna de los campos, que por lo mucho que los
amo siempre los veo floreados. Pero yo no soy poeta. El poeta no concibe la
vida sin tristezas. Ortiz no quiere que permanezcamos con la decoración del
optimismo delante de los ojos. De un escondite de su alma sale un crujido de
huesos. “La Pálida” aparece:
“Pasó la segadora
por los campos en flor,
por los campos ubérrimos
a la gloria del Sol”
Y fué segando
las mieses, que aún no se habían sazonado, en el momento en que yo no puedo
concebirlas sino triunfando en pleno aire y en plena luz, flameando bajo la
gloria cenital las crenebas de su mirífica cabeza.
“Cruzó la Descarnada
y fué su aparición
un fúnebre presagio
que los campos heló
¡Cruzó la Segadora
y todo lo segó!
¡Al paso de la Pálida
el campo se mustió!
¡Reía Primavera...!
¡Ya el campo se secó!
Mientras el
poeta palpa entre las sombras buscando una vela que le permite seguir
amargándonos la vida al son macabro de sus magníficas estrofas, cierro yo los
ojos para que en el cielo sin mancha de mi sueño siga ondulando la promesa de
fruto de las mieses, ajena a la traición de la guadaña. La Primavera, en tanto,
cantará la canción sublime de la vida.
La rogativa
Todos los años
en tal día sale la misma rogativa. Pasa entre el verdor de los maizales y
parece que se inclinan a su paso las primeras hojas de las viñas. Canta el
pueblo pidiendo protección para los campos: el bien de la lluvia que refresque
y fecunde los terrenos, el bien del calor que, más tarde, dore el fruto; el
bien de la paz que conserve sobre el surco el sudor sublime del labriego.
Repica en tanto la alegre campanita. Y los pájaros, que llaman a la luz desde
las ramas de los árboles, son un coro angelical que llena el cielo de la aldea.
¡Protección para
los campos! Son toda la vida de la aldea; Arrasadlos, y habréis muerto todos
sus placeres. Hacedlos florecer y fructificar y llenar el granero, y habréis
puesto el “caldiño” frente al buen apetito labriego a la santa hora de las
doce.
¿Señora de los
cielos, Reina de los Angeles, oid esas voces que por los caminos mientras se
desgrana desde el cielo la luz de la alborada! Yo uno mi plegaria a la del
pueblo. Todo es una oración la naturaleza vestida con el oro de la aurora. Mi
alma se baña en él y os pide a la par que el campesino ¡Señora, la paz la
abundancia, la felicidad para los campos!
En el campanario
sigue riendo y cantando, como gozosa con la promesa del bien que va a recibir
de Dios, la voz de la campana.
Despedida
Arturo Gallego,
Fabian, Rabicho y el Presidente del Sindicato Agrario han querido acompañarnos
hasta el tranvía, que pasa a once kilómetros. El párroco nos despidió en el
límite de la parroquia. Y D. Angel, el buen cura, que no es capaz de andar
medio kilómetro seguido, hizo el esfuerzo de recorrer algo más que dos para
decirnos adios al par que el cura.
Nuestra alegre
caravana marchó despues entre los pinos. Ortiz Novo alternaba la lectura de
Ruben con los encuentros con los árboles y las caidas en los surcos. Y si tanto
no fué, pudo bien serlo.
Nos despedimos
en Porriño. Casi sentimos ganas de llorar de gratitud y de pensar que acaso no
tengamos a qué volver a Parderrubias.
A menos que
Artugo Gallego se case con una muchacha del país que sea guapa y rica y buena y
graciosa y elegante y discreta y rubia, y un poco morena tambien, si puede ser,
que sea angelical, joven y bien relacionada; que conozca el canto y el piano,
el baile, el violín, y lenguas vivas y tanto de las muertas, sobre todo si las
trata con arreglo a un buen prontuario de cocina; que no ignore como recibía su
conyuge a los huéspedes, y no barnice las mesas de noche con liga pajarera; que
imite al tordo y al jilguero, y haga encaje de bolillo y pinte sobre tela de
colchones; y que logre que deseando saber si atesora algunos méritos vayamos a
saborear los dulces de la boda.
Para entonces,
Ortiz Novo me prometió que no escribirá versos a la Pálida.
¡La Pálida,
cuando, enrrojecidos por el sol, nuestros rostros iban por el valle, radiantes
como potentes luminarias!
Los hay que son
poetas, pero -¡caray!- que también son mentirosos y fúnebres y capaces de
desacreditar al claro cielo vivificador y al tostado del valle de Salceda
alegrador y chispeante.
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