miércoles, 22 de junio de 2016

Ano de 1921. En la mística Parderrubias.


Un suceso catastrófico
De la tenebrosidad de la calle viguesa y enxebre de las tres Portiñas, donde vivo, se destacó una sombra. Era de noche, por supuesto. Y la sombra pertenecía a un ser humano. Un hombre, al parecer.
De dentro de la sombra brotó una voz cóncava y solemne.
-¿Es usted el señor que habita aquí?
Me acordé de Barcelona. Era la víspera del primero de Mayo. La ola roja, acaso desteñida por el uso, necesitaría sangre de burgués para colorearse nuevamente. Por instintivo movimiento llevé la mano a la culata del revólver y oprimí hacia arriba el botón de seguridad.
Al mismo tiempo, por si me habían confundido con el Sr. Matínez Anido, exclamé resuelto.
-No vaya usted a creerse que soy otra persona que el señor don Jaime Solá Mestre, para servirle.
-Le estaba esperando. Y me lo pareció. Y soy Fabian.
Me puse a repasar en la memoria los nombre de los sindicalistas conocidos. Después pasé a los de los capitanes de gavilla. Y, enseguida, revisté a los más acreditados sablistas. Ninguno era Fabian.
Separé la mano del revolver. Si pretendía acometerme, ya había perdido mucho tiempo. Además la placidez sonora de la voz empezó a tranquilizarme. Un hombre que hablaba como aquél podría tener dentro de sí un vasete del inofensivo tinto de la tierra, y quien dice un vasete dice cuatro. Lo que no podía albergar en su interior era un haz de malas intenciones.
La sombra se aproximó y pude examinarla. Pertenecía a un hombre alto, recio, y delgado, de facciones finas, de mirada dulce, de voz persuasiva, de unos cuarenta y ochenta años, -me gusta la precisión en estos cálculos- de aspecto labriego, de franca risa de bondad manifiesta.
-Y soy Fabian y vengo de Parderrubias.
Aquello fué para mi una revelación. El suceso transcendental surgirá de nuevo.
-En Parderrubias debía estar yo en estos momentos. Pero mis amigos no aparecieron en la estación. Yo, entonces, seguí en el mismo tren.
-Si señor, ya lo sé. Y yo le seguí en el inmediato tren.
-¿Pero que ocurrió?
En la sombra de la calle vi chispear los ojos de mi interlocutor. Se apoyó en la pared de mi casa de mi señor casero. Por su voz pasó un velo. Se rasgó a veces este velo y su voz vibró. Fue aquella una escena llena de emociones.
-Mire, señor; su amigo D. Arturo, el maestro, palideció. Le faltaba el aire. Tuve que se lo dar con el sombrero. D. Manuel, el señor Ortiz, le empezó a se tambalear en el caballo y a poco se le cae. Hasta la besta tuvo una vuelta. A mi compadre Rabicho, que venía con nos, se le viró el color. Le fué una cosa que para inscrita en el Registro Civil.
-¿Dios mio! ¿Pero que pasó por mi culpa?
-Ay señor.
-¿Que D. Arturo pilló una insolación?
-Pior, señor.
-¿Que el Sr. Ortiz Novo se torció un pie?
-Mas Pior.
-¿Que se fueron los dos “barranco abajo”, como la torunee de la Quiroga?
-Ainda pior todavía.
La calle estaba ya iluminada. Los ojos de Fabian eran un proyector.
-Pasó, señor-¡ay, Dios nos valga!- pasó señor que después de exigirle a usted que se comprometiera por escrito, nosotros, los cuatro juntos y además la besta, llegamos con ocho minutos de retraso a la estación.
Realmente, para gente tan puntual, había sido catastrófico.

Cómo se lleva a un gato

 Mientras a lo lejos se perdía el tren sobre el glasis tojoso de las Gándaras, Arturo Gallego exclamó, completamente decidido:
-Yo voy a buscarlo a Vigo.
Y añadió Ortiz Novo.
-Yo te acompaño.
Entonces intervino Fabian.
-¿De nincuna manera! Ostés se quedan. Yo se lo traigo.
Ortiz y Gallego se miraron admirados. ¿Sería posible?
-Ostés se vuelven a Parderrubias, yo me meto en el tren portugués, y mañana estamos de vuelta.

Los convenció, y, después, en la obscuridad de la calle, me convenció a mí también. Cuando le dí palabra de seguirle, marchó triunfalmente hacia el hospedaje. Y allí –él lo confesó- se tomó doble ración de tinto.
¿Que supremo resorte pensaría tocar Fabian para afirmar que me llevaría a Parderrubias? No ha querido decirlo. Es su secreto. Pero cuando me encaminaba a la estación, yo descubrí la cabeza de Fabian en alguna esquina, siguiéndome los pasos. Creo haberle visto un raro envoltorio debajo del brazo. Ya ambos en el tren, advertí una rara maniobra al pasar un túnel. Fabian debió arrojar entonces el envoltorio a la vía. Aquel paquete sospechoso debía contener un saco. Fabian –indudablemente- fue a Vigo decidido a meterme en el saco si yo me resistía. Y al llegar a Parderrubias conmigo como se llega con el gato de la suerte: maullando a grito herido éste y con las uñas largas.

Cómo Ortiz Novo recorre largas distancias
Para ir a Parderrubias como a Roma –que en esto de que por todas partes a ellos se va todos los pueblos se parecen- teneis varios caminos. El más cómodo es el que empieza en la villa de Porriño y concluye, once kilometros después, en la de Salceda de Casellas. Es una nueva y llana carretera. Un carruaje recibe vuestros huesos y sin molimiento muy sensible los deja a diez minutos de la pintoresca Parderrubias. Un camino que a veces sombrean los pinares y otras los pétreos cercos de las fincas, y que es liso y llano casi siempre, os lleva a la aldeíta: No sudáis, no sentís la fatiga, no conocéis el cansancio, no os invade el aburrimiento, no tenéis que maldecir de vuestra mala sombra o de vuestro mal calzado sobre las guijas de la senda ó en la prisión del carricoche.
Ya supondréis que un camino tan fácil, tan sin algo de emoción no podía ser el mío. Ortiz Novo me había escrito hablando de los tremendos montes y de las alpinas rutas, y esto bastó para que yo pensara con fruición en la corredoira colgada, como un nido de milanos, en la crestería de las sierras.
Fabian me había dicho:
-D. Arturo quier que lo lleve en coche desde Porriño.
Y yo le había contestado:
-Pero yo quiero ir por donde fué Ortiz Novo.
-D. Manolo le fué por el monte.
-Pues yo quiero ir por donde fué D. Manolo.
Y convinimos en ir a pié hasta Parderrubias, dejando el tren el la estación de Guillarey.
Ya en marcha, pregunté cuantos kilómetros habría.
Fabian se rascó la cabeza. Se apoderó de mi gaban y de mi máquina fotográfica. Volvió a rascarse la cabeza.
-Pues poderá haber como unos tres kilómetros.
Guillarey empezó a quedar debajo de nosotros. El llano se ensanchó delante de nuestros ojos. Tuy y Valenza surgieron, sobre dos altozanos, en el confín de la llanura. En lo alto de San Julian brilló el blanco muro de los jardines que rodean el campo de la ermita. Y, a lo lejos, apareció, morada, difusa, ingente, misteriosa, la inconfundible silueta del Santa Tecla. Adivinamos las piedras, y los baluartes, y los pasadizos, y las almenas romanas, y las conchas ibéricas de la citania prehistórica, y, entre ellos, a unos cuantos sabios discutiendo sobre si fué Abóbriga ...
He querido subir para dominar en toda su extensión la haz de la llanura. Tomamos una senda montaraz. Toda la gándara se ofreció delante de nuestros ojos, cerrada, a lo lejos, por las montañas portuguesas, oteada, más de cera, por la mola hosca y hierática –el centinela milenario de piedra- del Faro de Budiño. Quise subir más todavía. Los poblados se empequeñecieron a la par que se dilataba la llanura. Las colinas se fundieron con la tierra baja. Los altozanos se aplastaron.

Vista das Gándaras con Tui ao fondo

-¡Más arriba! ¡Más arriba! –grité a Fabian, sintiendo el entusiasmo de los alpinistas.
Fabian volvió a rascarse la cabeza.
-“Déame” acá eso.
Eso era el trípode de la máquina.
-“Déame” acá todo lo que pese.
Mostré mi asombro. ¿Que pasaba?
Pasaba que Fabian había dicho que a Parderrubias habría como tres kilómetros. Pero en la aldea no andan muy bien de medidas métricas. Los tres kilómetros podían convertirse en una legua. Y él además no había de convencerme para la excursión echando distancias por la boca. Ya aparecerían ellas delante de los pies.
Estaba clara, límpida, alegre la mañana. El sol primaveral llenaba, de extremo a extremo, la diafanidad del cielo. Los campos mostraban un verde de gala, un verde jocundo: gláuco. La luz hacía brillar los cristales de las aldeas y las flechas en las espadañas. Las mismas rocas, los mismos ingentes monolitos de las cumbres, relucían entre las motas blancas de los retamales y el oro de las flores del tojo de las alturas.
Fabian alargó hacia mí los brazos y me pidió el bastón. Hizo ademán de tomarme en peso. Le interrogué con la mirada.
-Es que si se tercia hay todavía mas que la legua. Para mí que le son siete kilómetros.
-Aunque sean veinte. ¿No vino también el Sr. Oriz Novo?
-Sí, señor.
-Pues entonces yo también puedo venir.
-Usted, le poderá, ay, eso sí señor, que usted tiene el paso muy seguro y no se canso. ¡Pero es que el Sr. Ortiz Novo le vino de a caballo!
Otriz Novo puede que se me incomode porque descubra aquí sus escarceos hípicos. Lo hago para castigo de sus culpas. Y para que se apee.
Yo no sé si estas excursiones acabarán conmigo más o menos pronto. Me sientan admirablemente cuando las hago de modo metódico, según mis planes, un poco exagerados siempre. Me cansan cuando mis amigos complican mis exageraciones. Yo llevo siempre el programa de viaje lo máximo de mi resistencia. Una prolongación me pondrá en la linde de la catástrofe.
Para cuando ésta sobrevenga, pienso en el arte del cronista Ortiz Novo. Él ama los viajes. Él es observador. Él escribe con elegancias áticas. Él no tiene contra sí más defectos que el de ir leyendo a Ruben Darío por las carreteras. Si va sobre un caballo sabio, éste sabrá apartarse. Pero si va a pié está predestinado a perecer debajo de un automóvil. Hay versos salvadores, capaces de repeler a una locomotora en marcha. Los de Ruben atraen muchas veces. Los de Amado Nervo –de los cuales también gusta Ortiz- siempre.
Hemos dejado la aspereza del monte y nos hemos internado bajo la fronda de los pinares. Sus copas pintan y arrullan los alrededores de Parderrubias. Las sendas montaraces serpentean entre los troncos. De cuando en cuando se interrumpe el bosque y aparece una casita aldeana, que tiene un maizal al lado y una parra delante. Unos polluelos pían junto a la puerta. En el quicio dormita una vieja. Una moza canta junto al brocal de un pozo. Las flores blancas y las flores moradas tachonan las ramas de unos frutales. Un gallo canta.
Vuelven el bosque y la serpeante senda. Y reaparecen las casitas aldeanas, como escondidas, ruborosas de que las vea demasiado la luz, en la mansa vertiente de la montaña.
Más abajo está la gigante “chan”, el llano sembrado de viñas y de maizales. Y corren por él los recios cierres de las heredades. Son todos de piedra; son todos de postes de granito estrechamente unidos, sin paletada de cal en las juntas. Es esto algo característico de esta llanura, sobre la cual tributaron los enormes monolitos de las montañas próximas. El muro de piedrecitas superpuestas, de menudos cantos, de cal y cascote, no existe sobre la “chan” fecunda. Las murallas son columnatas. Las divisiones son hitos tan próximos entre sí que de lejos semejan una sola enorme colina pétrea.
Es muy dulce, muy sensual, mística pudiera decirse, esta campiña del llano. Todo es color suave, de verdes claros salpicados de flores diminutas, a lo largo de las lisas huertas. Todo es silencio, mansa tranquilidad, bajo el luminoso cielo. Hasta el sol, silente, parece que no quiere herirme con sus dardos de oro. Una ténue brisa amortigua sus ardores. Creyérase que todo duerme bajo el cobalto del cielo claro, que parece también una inmensa pupila de mujer dormitando, embebida en la contemplación de un paisaje amado.
Hemos llegado al límite del bosque, donde se acaban las vertientes, y Fabian se ha creido en el caso de usar de la palabra.
-Ahora le entramos en Parderrubias.
-¿Dónde está el maestro? ¿Donde está Ortiz Novo?
-Ahora le entramos en la parroquia, pero hay que andar un kilómetro todavía.
-Un kilómetro que puede ser ...
-Señor, ahora ya no le falta ni siquiera una legua.

Leed a Ortiz
Ortiz, más literato, más concienzudo y más meticuloso que yo, antes de llegar a Parderrubias os habría hecho una descripción pintoresca de Fabian, y otra, muy geográfica, del camino. Yo que os he dicho algo de Fabian, os consiento que adivineis el resto. Para describiros en detalle el país, me faltó la brújula.
Unos montes que están delante de mí, que hemos de flanquear antes de rendir el viaje, me dicen que son un faro. Los montes son “faros” en el valle de Salceda, como son “cotos” en la Arnoya. Seguramente los unos y en los otros estuvo el castro romano. El faro de Budiño fué el guardián de la gándara. El de Entienza, que es el que vamos a flanquear, debió tener puestos en el Miño los ojos de sus centinelas. De allí arranca el alma del pueblo la poesía de la leyenda. En una de esas crestas está “a pena do pombo”. En ella hay un antro encantado, lleno de riquezas fantásticas, al cual llegará quien acierte a encontrar el postigo de oro.
Yo recojo esta belleza, flotante en el acervo de la remembranza popular pero no inquiero hacia donde cae el faro de la Entienza. Lo tengo delante de los ojos y no sé ni me importa saber si es hacia el oriente o hacia el poniente. No se lo pregunto a Fabian, que no quiero distraerme del saboreo del paisaje, y el sol, en el cénit, donde no es un índice, no me dice nada. Callamos los dos para gozar del momento místico sobre la tierra mística.
En lo alto de los montes, yo he visto a Ortiz Novo desplegar un papel y laborar con las estilográfica. De aquello debió salir un plano. Allí Tuy. Allí Valenza. Allá Guillarey. Detrás de un altozano, el castillo de Salvatierra. Arbo más arriba y, en el río, la espuma de las presas. Portugal erguido como un macizo de montañas. Adivinadas, las alturas de Cortegada. Muy lejos, los montes orensanos. Tal vez los Alpes gallegos. El corte de las sierras por la hoz argéntea del Sil. Las filigranas del monasterio de San Esteban colgadas sobre el abismo.
Yo veo esto. Yo me dejo sugestionar por esto, pero no quiero saber si está a la derecha o si está a la izquierda, al norte o al sur, por donde aparece el sol envuelto en un manto de oro, o por donde se aleja de este bello horizonte bañado en lágrimas de fuego.
Yo llego a la cumbre, tiendo la mirada, siendo el asombro unos segundos, y quiero ya partir, antes de que envejezca la emoción dentro de mi alma, atento nada más que a que se continue y se agigante y cobre nueva vida y florezca sacudida por el aleteo del ensueño. Solo así la poesía nos lleva hacia lo infinito. Sic itur ad astra.
Leed en la brillante prosa del centauro Ortiz –gustador de la montaña sobre alazán brioso- lo que yo no os cuente.

En el hogar de Arturo Gallego

Cerca de la iglesia parroquial –sin arte y sin historia- hay una plazoleta en Parderrubias. En la plazoleta, una cruz. Al respaldo de la cruz, la hornacina, de unas Ánimas.

Chegada á igrexa de Parderrubias

Frente a las Ánimas, una moderna casa, alegre y blanca. En la casa, la escuelita. Sobre la escuelita, las habitaciones del maestro. En las habitaciones del maestro lo llenaba todo una larga mesa cuando en ellas irrumpimos. Y en la mesa llenaban la mayor parte unas ventrudas botellas.

Casa do mestre Arturo Gallego


Me acordé de Cuntis. En Cuntis tiene unas botellas así mi gran amigo D. Marcial Campos. Pero el Sr. Campos dispone en su fábrica de un admirable mecánico que se llama Barros. Y Barros, que un día hizo una máquina de vapor o una cosa parecida, -tan complicada desde luego- con los restos mortales de una cocina económica, está inventando una grua para levantar la botella. Arturo Gallego, el hospitalario maestro de Parderrubias, debe estar a la mira para aprovechar en invento cuando lo patente Barros. Una “Titan” de comedor hará un brillante papel al lado de sus ahitos botellones.
Unos recipientes así demuestran que en Parderrubias se cosecha vino. El vino y el maiz son los productos del país. Tal vez el llano dé de sí -¿y como nó?- algunas patatas gigantescas y algunas fresquísimas lechugas. Y el rojo pimientos. Y la blanca cebolla. Pero paseais la mirada por la “chan” y veis por todas partes las crenchas de los maizales y el verdor lujuriante de los pámpanos. Todo ello sobre la nota recia y alegre de la piedra blanca; de los rígidos cierres de granito.
También había flores en la mesa. Parderrubias es una huerta enorme salpicada de jardines. Lo pone la naturaleza en los “vanos” del cultivo más que la asiduidad del hombre. La naturaleza se siente jardinero en un país en que la vegetación lo es todo. Y, solícita, sabe completarse.
Las grandes botellas del maestro, que dicen que allí es abundante el vino, dicen algo más. Dicen que es ligero e inofensivo y que puede beberse sin recelo. Y dicen, grandes, pródigas, que no se bebe el agua de Parderrubias. En todas partes el agua cría ranas. En Parderrubias puede criar cosas peores.

Á dereita Arturo Gallego

Arturo Gallego se inquieta todo él en torno de la mesa. Rebosa de viandas. Todo es “confort” al rededor y tiembra por el detalle inadvertido. El despachó propios en todas direcciones para surtir abundantemente su despensa. Tiene un banquete preparado. Y subsistencias para que permanezcamos, comiendo siempre, una semana. Me lo han dicho sus hombres de confianza.
¡Sus hombres de confianza! Hay que ver quienes son los hombres de confianza de Arturo Gallego. Uno es Fabian, mi compañero de viaje. El otro es “Rabicho”. Son dos labradores ricos, pero tan labradores y tan hombres de bien como si no tuviesen medio céntimo.

Rabicho á dereita, no centro a súa filla.

“Rabicho” es otro mote como como el de “Fabian”. De sus abuelos los recibieron ambos amigos del maestro. El ascendiente de “Rabicho” se presentó en Parderrubias, procedente de Portugal, con una chaqueta que moría al nivel del espinazo. Toda la ancestral redondez de los “Rabicho” paseó entonces visible los blandos caminos de la aldea. Y como aquella era una prenda “rabichada”, el estro popular concedió el mote al repatriado, para sí y para su casta en todo el decurso de los siglos.

Fabian (José Pérez Vaqueiro) o carteiro de Parderrubias e a súa dona.

A veces Fabian y Rabicho se presentan en casa del maestro a la primera hora matinal, unas veces cuando la escarcha recama la campiña y otras veces cuando el sol la baña en luz de oro.
-E logo. ¿No da a parva?
-¡Vamos, hombre! Ahí tienen la botella. ¿Aún quieren que se la lleve a los labios?
Rabicho y Fabian se apoderan del aguardiente, se separan un poco, se hacen capa, y se meten entre pecho y espalda un par de copas por barba. Y el maestro les retira el envase, gritando con ruidosa sorpresa, a maravilla simulada:
-¡Qué escándalo! ¡Me han vaciado la botella! ¡Lo menos se bebió diez copas cada uno! ¿Habráse visto borrachos como éstos?
Fabian y Rabicho sueltan la carcajada, prometiéndose, ya que llevan la fama, hacer la trasiega de verdad otra vez que alcancen la botella.
Estos son los hombres de confianza de Arturo Gallego. Ellos estuvieron a su lado en sus desgracias de familia. No hubo solicitud que no tuviesen entonces. Se lo paga el maestro en gratitud y en fraternidad. Son, con el párroco, con el médico, con el cura, con el secretario del ayuntamiento, con el presidente del sindicato agrario, con otro maestro, con la aristocracia del país, nuestros comensales. Y gozan con la alegría del anfitrión, que al fin logró trasplantarnos desde nuestras urbes y desde nuestros yunques al virginialismo encantador- todo paz, todo silencio, todo poesía- de la escondida Parderrubias.

Os comensais do banquete


Otra vez el alma del paisaje
Después de comer, el gaiteiro Leirós vino a obsequiarnos. Fué una grata sorpresa manada del númen del maestro. Lo fué por el obsequio. Y lo fué porque entre diez obtuvo Leirós el premio en público concurso.

O gaiteiro Leirós

Después de oirle unas cuantas filigranas nos sometemos a consejo. ¿Qué hacer de nuestra vida en el largo decurso de la tarde? ¿Quedarnos al pié del campanario, en la dulzura del camino, donde, a los acordes de la gaita, se reunirá la mocería ¿Dejar el muelle saboreo de la música e irnos monte arriba? Habida cuenta de los kilos de viandas ingeridas, lo último es lo cuerdo. Y subimos hacia el monte.
Persigo, tanto como la buena digestión, el alma del paisaje. A ver qué cariños despierta en mis adentros y qué recuerdos me sugiere la contemplación de la llanura. Acabo de tener delante de mis ojos la campiña del Ribero. Y el Ribero –como un día la Curota, como el ingente panorama del Barbanza- habló dentro de mí.
Pero es que el Ribero va siempre conmigo, en lo profundo de mi alma. El Ribero no son ante mis ojos unas vides y unas pardas espadañas y unos pazos dormidos al pie de unos cipreses. Ni el sauzal que murmura en la Ribera. Ni el río que canta hecho vellones argentinos en las presas. El Ribero es el poema en roca, en tierra, el verdor y en sangre humana de la reciedad y el sensualismo y la poesía de Galicia. Miro a San Clodio y surge en mi imaginación la historia del viejo monasterio. Cierro los ojos y se aparecen ante mí las lenguas de fuego con que muerde la austera morada de los frailes la ira de Madruga. Por los caminos descubro al padre prior, con una corona de ajos sobre la augusta resignación del rostro sereno en la desgracia. No tengo que escudriñar en la distancia para hallar la faz riente del sabio Padre Eijan, rebuscando en un archivo. Y oigo una voz infantil sobre una senda pedregosa –las impías sendas ribeiranas!- y evoco la niñez del bardo de San Clodio, Eladio Rodríguez y González, libando la dulzura de sus trovas ambrosáicas -perfumes de violetas y miel de madreselvas- en los taludes vestidos de colores por la pintora primavera. Sigo los sáuces donde el ruiseñor ameniza la ribera y voy de pueblo en pueblo hasta mi refugio campesino. Descanso en Gomariz, al arrullo de la linfa. Estoy tendido sobre el césped. De mi mano va saliendo el hilo de amor a mi país con que tramo mis novelas. Poso mis ojos sobre un pazo y me parece que salen de él unos brazos amigos que me estrechan. Miro a las alturas y cada campanario pone en mis pupilas un desfile de labores de orfebres de la piedra admiradas en mis viejas correrías. Quiero meditar y la historia me sugiere las más amenas reflexiones.
¡Todo ese paisaje está incorporado a mí, es carne de la carne de mi alma, latido con los latidos de mi pecho, vibración con las vibraciones de toda mi persona! Y esto se logra tarde o nunca. Me arrepiento. Nunca nó. Tarde, tarde siempre.
Porque esto es así, yo subo al faro de Entienza y apenas me conmuevo. No sé, no sé lo suficiente. No siento dentro de mí la añoranza de las viejas emociones. No se levanta el turbión de los recuerdos a sacudirme las entrañas. Hay delante de mí tierras y paisajes e historia para inspirar a uno de esos himnos que son como una explosión del entusiasmo en las obras del viajero. No está aun dentro de mí la chispa de amor que hace detonar la imaginación sobre las líneas. Dejo el faro de Entienza hablando como cualquier excursionista su plan de Agencia inglesa.

A expedición no alto do Faro de Entenza

-¿Le ha gustado?
-“Yes”, sí me ha gustado. Pero -¡ay!- no lo he sentido.
He aquí otro jalón para acordarse con Goethe acerca de lo qué debe entenderse por alma del paisaje.

La obra del P. Argüelles
 Y vais a ver cómo es preciso llevar dentro de uno algo del alma del paisaje. Moría la tarde cuando dejábamos el monte, y mis ojos pasearon un momento la inmensidad de la llanura. El diurno luminar la enrojecía allá en la linde, hacia las sierras de la costa. Un título surgió entonces, teñido en aquella misma púrpura del cielo, en el horizonte de mi alma.
-“Sol poniente”.
Volvíme hacia los campos del valle de Salceda y escudriñé en la lejanía. Allí debían estar los pazos centenarios: el castillo feudal del señor de la Picoña, el palacete gentil de los Aballe; la casona de los Sotomayor. Otro título asomó, como grata evocación, en mi memoria.
-¡La casa solariega!
¿Es en esa valle, es más allá, en el que besan las aguas del Verdugo, donde puso el P. Argüelles la acción de su leyenda? Es lo mismo para mí. Más cerca o más distante, las mismas escenas de la vida medioeval que el sabio jesuita engarzó con el oro de su prosa a lo largo de su libro “Sol poniente”, tuvieron por escenario los alcores de Sotomayor y la llanura de Salceda. El joven Ivan pudo salir en excursión de cetrería por las cumbres que miran al cristal del Oitaven o por las lomas del faro de Entienza. Y Flora, la virginal beldad aristocrática, tanto pudo morir en una torre que otease el espejo solemne de la ría como al pié de unas almenas escondidas debajo de los monolitos de los altozanos guardianes del glásis salicano. La solemnidad de Don Gutier encaja en uno y otro marco. La vida medieval, de tierra adentro, de refugio detrás de las montañas, de paz de la campiña de prevención contra la piratería de la costa, fué intensa en Sotomayor como en el valle de Salceda. El P. Argüelles pudo encender su alma en las leyendas de la una y la otra tierra, que en el otra la una continúa y se completa, y sus próceres iban por ambas de castillo en castillo y de pazo en pazo delante de sus brillantes escoltas realengas.
Heme aquí ya transportado al libro del maestro, a su prosa tallada como la fina pedrería, a su aristocracia espiritual, a su buen gusto, a las alturas desde donde su alma –águila caudal- se cierne sobre la nebulosidad de lo pretérito, otenado y apoderándose, para gozo de la posteridad, de lo que en ella es digno de la perpetuación en líneas inmortales.
Observad cómo una obra, cómo un fruto del ingenio –“Sol poniente”- basta para hacerme volver a la vista de un país con cuya espiritualidad me identifica unos momentos la evocación, áurea y sentimental, de las grandezas del pasado.
Y ahora, amigos míos, permitidme esta pregunta. ¿Habéis leído “Sol poniente” del Padre jesuíta y sabio retórico Tomás de Argüelles? Leedlo, y cuando vuestros ojos paseen los muros de un viejo solar almenado y austero de la tierra de Galicia, tendréis dentro del alma el recuerdo de una vida que revivirá en vosotros como una dulcísima añoranza. Y ya es mucho contemplar lo que por nuestra preparación espiritual ya no nos es indiferente.

La casona de la aldea
En una suave eminencia de la “chan” hay una casona en Parderrubias. Es la clásica casona del campo de Galicia, que ni es pazo, ni choza de labriego, ni burguesa modesta habitación. És un sacerdote, -su dueño- quien la habita D. Angel Fernández Alonso, cura de la aldea, auxiliar, meritísimo y veterano del abad, D. Antonio Pérez, otro buen sacerdote y buen señor que también quiso colmarnos de atenciones.

Ao fondo a casona do cura, e en primeiro plano o cura Angel Fernández Alonso.

Es intraducible para mí el encanto que me produce la entrada en esas casas donde todo trasciende a vida tranquila y abundante, rodeada de cierta ranciedad, como un trasplante, una saudosa invocación de tiempos ya lejanos.
Son antiguos, recios, confortables los sillones en la casona de Don Angel. Vése en cada habitación una talla religiosa ciudadosamente encerrada en un fanal. A veces en vez de la talla hay un primor, tal vez salido de delicadas manos escondidas, con la nostalgia de la vida, detrás de las celosías de una mansión conventual. De las paredes penden retratos de los Papas y estampas de familiares devociones. Campea entre ellas algún retrato de algún asccendiente engolado y principal. Y tocais en las ventanas y en las puertas y os suenan a metal, que gruesas planchas férreas ponen la hacienda a cubierto de los viandantes de rapiña y el sueño del señor a resguardo de un violento despertar.
Tiene un fonógrafo D. Angel, y en la hora vespera, más cerca de la noche que de la aparición melancólica del Véspero, cuando volvíamos del monte, quiso obsequiarnos con su más lucido repertorio.
Fabian y Rabicho corrieron a meter la nariz en la bocina, impidiendo la maniobra del dueño de la casa. Y fué cuestión de poner en juego Dios y ayuda la de separarles de la máquina sonora.
Pasamos revista –sin que él lo sospechase- a los gustos de Don Angel. ¡Nada de ópera, que el diablo acaso la inspiró para decir las mayores travesuras y desnudeces bajo del disfraz del gorgorito! ¡Nada de opereta, ni siquiera de zarzuela! El obligado de cometín acompañado por la orquesta; la gran marcha encomendada a la gran banda; la risa concertada y pianizada; el discurso del tartamudo defensor; todo lo transparente, lo sencillo, lo más incapaz de recoveco ocultador del más leve atisbo de malicia. Y, sobre todo, en varios discos, los motetes, las plegarias, la conjunción de voces infantiles y de hombrunas voces admirables, de reciedad y delicadeza de la Capilla Sixtina.
¡Que bien se acompasaron sus magníficos acentos con la oración de los insectos, que allá afuera, al pie del alto y recio balcón de la casona, cantaban a todo lo ancho de la llanura recogida en la paz ingente de la noche! ¡Qué místico momento aquel momento! ¡Que solidaridad la del instrumento con la tierra, la del cantos con los oyentes, la del espíritu religioso que a Dios subía, con la paz mirífica de Dios que asomaba sobre la soñolienta extensión de la campiña!
Nos sonó a profanación la voz de D. Angel llevándonos hacia el champaña cincuentón que nos esperaba en el breve comedor de célibe y de asceta. Y solo nos reconcilió con el momento, la ranciedad del vino tostado servido de lleno jarro, como lo cataban los viejos bebedores cuando los viejos bebedores podían gozar de la felicidad de la abundancia.
Era noche cerrada cuando dejamos la casona. Es posible que creyésemos un mito la densa sombra de la aldea para la ingente luminaria que de nosotros irradiaba.

En el silencio de la noche
 Arturo Gallego, de quien sabía que es un excelente, un culto, un moderno y entusiasta pedagogo –enamorado del saber y del oficio- acaba de probarme que es tambien un aposentador digno de loa. Él dió a mi cuerpo el regalo de una cama que, por lo muelle, hasta transpuntin debe tener, y la puso en una alcoba que mira a la alegria de los campos.
Hace poco tiempo que Arturo Gallego tuvo una irreparable desgracia familiar. Una tía suya, que le acompañó hasta Parderrubias y que sería –séria, experta, buena, cariñosa- la administradora de sus primeros pasos en la vida independiente, rindió a la tierra la parte mortal de su persona. En la misma alcoba que yo ocupo debió ser. El mismo lecho debió oir el último suspiro de su vida. Y donde yo repaso en la imaginación mis impresiones de viaje, ella debió emprender aquél de donde no hay retorno.
No me impresiona, con impresión de temor, este recuerdo. Evoco la severa figura de la muerta, pálida y serena, en el mismo lugar donde yo tiendo mi corazón que palpita con todas las ansias de la vida. Y me limito a compadecer a Arturo Gallego que perdió la dulce compañía y a orar un momento por el alma de mi buena antecesora en el disfrute del encanto de la alcoba.
Yo no siento el supersticioso pavor que en muchos ánimos infunde la presencia de la muerte. Hay un misterio aletenado sobre ella: la otra vida. Cualquiera que éste sea no puede asustar a quien hizo la suya en este mundo en la sana alegría de haber satisfecho siempre a la conciencia. La muerte es nuestro seguro provenir. Asustarse ante el cadáver de un semejante es empezar a sentir el miedo de uno mismo.
Después de la oración voy anotando en el libro inmaterial de los recuerdos los nombres y los hechos de mis nuevos conocidos. Ahora el párroco D. Antonio Pérez. Es el hombre serio y afable a la par, cuyo cabello empiezan a teñir de blanco los afanes del cargo rectoral. Hay en su rostro la expresión de la firmeza y la expresión de la dulzura. No creo que me induzcan en error sus primeras impresiones. D. Antonio debe tener en el alma un brazo de hierro para llevar a donde su misión lo exige el bálsamo de sus santos sentimientos. El médico después. D. Jacinto Zunzunegui. No es gallego. Lo dice su apellido y lo dice su perfil. Nació en aquella tierra de los pequeños valles y de los verdes altozanos, en las provincias vascongadas. Vino a Galicia y se encerró en la paz de un distrito virgiliano. Y acomodándose al país, hizo florecer hasta doce veces sobre la tierra que con amor le recibía el tronco recio y secular de sus mayores. Los doce hijos gallegos de D. Jacinto son una nueva fé de bautismo en el sensual y místico valle de Salceda.
Acaso tiene que interrumpirse la revista. En la sala que linda con la alcoba álguien se agita, inquiere, va de un lado a otro, escudriña entre las sombras. ¡Silencio! Es el poeta. Es Ortiz Novo, que después de haber agotado las existencias de carburo del maestro, sale a caza de una vela.
Dejémosle. Anda a vueltas con su tema. El campo, en plena vida, pone en su espíritu la idea de la muerte. Es el eterno contrasentido, que se dibuja con los contornos de las llamas en que arde la imaginación de los poetas.
Ortiz paseó como nosotros por la llanura floreada. Y entonces dijo, en magnífica estrofa, su estro vigoroso:

“En Primavera el ánfora
fragante del Amor
iluminó los huertos,
los rosales abrió ...
reían en los campos
las flores de ilusión;
los pájaros trinaban
sus salterios de amor.
-Arpegios reidores
que riman su oración
con la oración pagana
del claro surtidor-
(Es en Mayo fragante
Su chorro, un trovador)”

He ahí la visión expléndida de la vida, mi visión eterna de los campos, que por lo mucho que los amo siempre los veo floreados. Pero yo no soy poeta. El poeta no concibe la vida sin tristezas. Ortiz no quiere que permanezcamos con la decoración del optimismo delante de los ojos. De un escondite de su alma sale un crujido de huesos. “La Pálida” aparece:

“Pasó la segadora
por los campos en flor,
por los campos ubérrimos
a la gloria del Sol”

Y fué segando las mieses, que aún no se habían sazonado, en el momento en que yo no puedo concebirlas sino triunfando en pleno aire y en plena luz, flameando bajo la gloria cenital las crenebas de su mirífica cabeza.

“Cruzó la Descarnada
y fué su aparición
un fúnebre presagio
que los campos heló
¡Cruzó la Segadora
y todo lo segó!
¡Al paso de la Pálida
el campo se mustió!
¡Reía Primavera...!
¡Ya el campo se secó!

Mientras el poeta palpa entre las sombras buscando una vela que le permite seguir amargándonos la vida al son macabro de sus magníficas estrofas, cierro yo los ojos para que en el cielo sin mancha de mi sueño siga ondulando la promesa de fruto de las mieses, ajena a la traición de la guadaña. La Primavera, en tanto, cantará la canción sublime de la vida.

La rogativa
 Mañana, mañanita, cuando aún las sombras de la noche eran una gasa sobre la haz dormida de la tierra, me despertó la voz de una campana. Era una alegre voz de llamada a la grey de los creyentes, repique de espadaña, de uniformes notas cantarinas. Habló una vez la vocecita de la iglesia. Habló dos veces. Habló la vez tercera. Y poco después oí una plegaria, una plegaria entonada por el pueblo, en el camino dulzón que pasa delante de la casa del maestro. Salté del lecho. Me puse a la ventana. Bañaba el espacio una suave luz anaranjada. El verdor de los campos apenas se acusaba. Erguíase, sin contrastes, sin vigores de color, sin el relieve cenital, el airoso campanario. Iban las mujeres en torno de una imagen. Era la imagen de la Virgen.
Todos los años en tal día sale la misma rogativa. Pasa entre el verdor de los maizales y parece que se inclinan a su paso las primeras hojas de las viñas. Canta el pueblo pidiendo protección para los campos: el bien de la lluvia que refresque y fecunde los terrenos, el bien del calor que, más tarde, dore el fruto; el bien de la paz que conserve sobre el surco el sudor sublime del labriego. Repica en tanto la alegre campanita. Y los pájaros, que llaman a la luz desde las ramas de los árboles, son un coro angelical que llena el cielo de la aldea.
¡Protección para los campos! Son toda la vida de la aldea; Arrasadlos, y habréis muerto todos sus placeres. Hacedlos florecer y fructificar y llenar el granero, y habréis puesto el “caldiño” frente al buen apetito labriego a la santa hora de las doce.
¿Señora de los cielos, Reina de los Angeles, oid esas voces que por los caminos mientras se desgrana desde el cielo la luz de la alborada! Yo uno mi plegaria a la del pueblo. Todo es una oración la naturaleza vestida con el oro de la aurora. Mi alma se baña en él y os pide a la par que el campesino ¡Señora, la paz la abundancia, la felicidad para los campos!
En el campanario sigue riendo y cantando, como gozosa con la promesa del bien que va a recibir de Dios, la voz de la campana.

Despedida
Arturo Gallego, Fabian, Rabicho y el Presidente del Sindicato Agrario han querido acompañarnos hasta el tranvía, que pasa a once kilómetros. El párroco nos despidió en el límite de la parroquia. Y D. Angel, el buen cura, que no es capaz de andar medio kilómetro seguido, hizo el esfuerzo de recorrer algo más que dos para decirnos adios al par que el cura.
Nuestra alegre caravana marchó despues entre los pinos. Ortiz Novo alternaba la lectura de Ruben con los encuentros con los árboles y las caidas en los surcos. Y si tanto no fué, pudo bien serlo.
Nos despedimos en Porriño. Casi sentimos ganas de llorar de gratitud y de pensar que acaso no tengamos a qué volver a Parderrubias.
A menos que Artugo Gallego se case con una muchacha del país que sea guapa y rica y buena y graciosa y elegante y discreta y rubia, y un poco morena tambien, si puede ser, que sea angelical, joven y bien relacionada; que conozca el canto y el piano, el baile, el violín, y lenguas vivas y tanto de las muertas, sobre todo si las trata con arreglo a un buen prontuario de cocina; que no ignore como recibía su conyuge a los huéspedes, y no barnice las mesas de noche con liga pajarera; que imite al tordo y al jilguero, y haga encaje de bolillo y pinte sobre tela de colchones; y que logre que deseando saber si atesora algunos méritos vayamos a saborear los dulces de la boda.
Para entonces, Ortiz Novo me prometió que no escribirá versos a la Pálida.
¡La Pálida, cuando, enrrojecidos por el sol, nuestros rostros iban por el valle, radiantes como potentes luminarias!
Los hay que son poetas, pero -¡caray!- que también son mentirosos y fúnebres y capaces de desacreditar al claro cielo vivificador y al tostado del valle de Salceda alegrador y chispeante.


JAIME SOLÁ. Vida Gallega. Núm 173 - 15/06/1921


Cruceiro da praza da Esfarrapada na súa ubicación orixinal



Praza terreña da Esfarrapada coa Casa do Concello recén construida.



Centro de Salceda. Camiño que vai a Salvaterra













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