jueves, 30 de junio de 2016

Ano de 1921. Entre faros e grandes penas (graníticas)



Tierras de la frontera

Fué la carta inusitada, en la mañana azul de Abril, una llamada que era imposible rechazar.

Y aceptamos, de muy buen grado, la proposición, que el camarada entrañable nos hacía en su epístola cordial y amical.

Al pié de una prosa fraterna, encendida por los fervores de una inquebrantable y lealísima amistad, al pie de la carilla que el amigo escribió para nosotros trazó, el garabato de su rúbrica y entre la malla de los rasgos laberínticos enredó su firma: Arturo Gallego.


Arturo Gallego, mestre e alcalde de Salceda

Y su carta amable nos decía de sus deseos de vernos a Jaime Solá y a mí por Parderrubias: una pintoresca aldea cercana a Guillarey y a Caldelas, a Tuy y al Miño; de que fuésemos a pasar unos días a su casa aldeana; de una excursión organizada en nuestro honor, por aquellos montes que miran a Portugal y por encrucijadas y vericuetos; de subir a cumbres en las que las ingentes rocas ofrecen miradores y atalayas soberbios, de visitar Tuy, pasar el Puente Internacional, llegar a Portugal; de admirar las ruínas en Salvatierra, del que fué palacio de D Urraca la esposa de D. Fernando II, madre del Rey D. Alfonso IX de León que está enterrado en el Panteón Real de la Basílica Compostelana; de, finalmente, con él y sus amigos parderrubienses sentarnos a sus mesas, catar sus vinos añejos, sus “tostados” maravillosos y descansar de las fatigas intelectuales en aquel bello retiro apartado, en medio de la Naturaleza ópima, lejos de la turbulencia arrolladora y de los vértigos de las ciudades ...

Aceptamos la generosa invitación y fuimos Solá y yo al retiro geórgico donde nuestro amigo nos brindó, en su casa rústica, la lealtad de sus afectos y sus brazos, a aquellas huertas de viñedos y flores, rientes tierras donde las cimas son cual ámplios balcones por los que Galicia mira a su dulce hermana la tierra lírica de Portugal ...

Puestos de acuerdo el autor de Anduriña y el cronista para realizar esta excursión, concertamos que él saliese de Vigo, y yo de Compostela de modo pudiésemos encontrarnos en determinada estación del camino (la de Guillarey) para desde aquí poder arribar juntos al retiro del querido amigo que nos invitaba.

A esperarnos acudió con dos señores que han de ser –cuartillas adelante los protagonistas de esta crónica.
Fabián

Uno es el peatón de Parderrubias, José Pérez Vaqueiro, a quien todos llaman Fabián. Tendrá unos
cincuenta y tantos años. Pelo y bigote entrecanos y una mirada inteligente y humilde, suave y dulce.


Rabicho


Era el otro un vecino de la misma parroquia que a pesar de tener nombre y apellidos como cualquier cristiano (Domingo Alvarez González) es únicamente conocido por Rabicho. En sus pupilas hay un resplandor inquieto. Asoma a ellas una ironía que se hace sonrisa pícara y burlona –gallegamente irónica- en la comisura y en los pliegues de los labios, en las aletas de la nariz y en la boca desdentada.

(Ambos campesinos, recios y robustos nos llevan los maletines y cabás de mano, los guardapolvos y los alijos).



Solá (¡desde luego!) no aceptó la cabalgadura que le ofrecían para llegar al término de nuestro viaje.

Se llamaba Careto “mi” caballejo y era un brioso capón.

Desde Guillarey a Parderrubias va el camino por monte, escalando cumbres para otra vez descender y volver a subir.

Cuando aquel trepa audazmente, encaramándose por entre pinos y al borde de ingentes moles de granito, y gana al fin las alturas, el panorama que desde éstas se columbra es soberbio.

Caminaba el Rabicho delante de mí y a nuestra zaga Solá, Gallego y Fabián.
Yo le dije al espolique que me precedía:

-En cuanto lleguemos a lo más alto avise Vd. para deternernos y “ver mundo”  ¿No les parece bien a Vds?-agregué, dirigiéndome a los amigos que atrás, cerca de nosotros venían.

Asintió Solá y dijo Gallego que ya nos avisaría cuando hubiese algo que ver o cuando desde una altura pudiésemos divisar un buen paisaje o una buena “vista”.

El Rabicho añadió:

-¡Máis enriba, máis enriba! Dende alí miraremos Tuy e Valença do Miño a unha e outra veira d’este río.

Y Fabián, por no ser menos, habló también:

-E dende aquela cume d’acullá que se mira moi ben o que menta o Rabicho.
Con paso seguro ascendía mi cabalgadura por aquellos angostos senderos llenos de piedras y en alegre conversación iba el ginete con sus compañeros.

Solá, cuando encuentra un paisaje pintoresco prepara su máquina –esa máquina que es su mejor compañero de viajes y no olvida ni abandona nunca cuando sale de la Redacción- y nos invitaba para que “de cualquier manera” y adoptando la postura que mejor quisiéramos y se nos antojase mirásemos al objetivo.

Esto de las fotografías les alegraba el ojo y llenaba de contento a nuestros rústicos acompañantes que muy seriamente sin moverse ni pestañear posaban para que el Director de VIDA GALLEGA los enfocase y “sacase” bien.

Llegamos a una meseta y desde ella, por un camino difícil, cortamos, para atajar, hacia la cumbre, monte arriba.

Era el más elevado. Ganamos la altura y así exclamamos, unánimes, los dos aldeanos:

-¡Dende eiquí, dende eiquí, mírase ben todo!

Y así era verdad. Los dos pueblos, el gallego y el portugués, frente el uno del otro, dijéranse por rivales que se retaban.

No es rivalidad. Si bien es cierto que se alzan frente a frente, no es para odiarse. Son dos hermanos Valença y Tuy que se tienden los brazos en un además cordial y afectuoso. El Miño los separa. Al pasar por bajo del magnífico puente internacional, el rumor de sus aguas cantoras le trae a Galicia un saludo de Portugal, saludo que agradece y al que contesta nuestra región y la salutación se hace himno y loa y diálogo paternal y afectuoso bajo los arcos y los pilares del puente que une dos razas en un sentimiento y en un amor.

Fabián, sintiéndose cicerone nos relata muy pintorescamente, en dialecto que “hay muchísimos años” vivían por estas tierras siete hermanos, todos siete ermitaños que habitaban “esos siete picos que dende eiquí estamos mirando”.

Desde las cumbres que forman cadena se veían unos a otros, los cuales murieron en olor de santidad. Hoy en esos elevados parajes hay otras tantas ermitas que corresponden a cada uno de los cenobitas hermanos: San Julián, San Colmado (o Cosme), San Cibrán (Cipriano, al que las gentes tenían por hechicero), San Nemedo (Mamed), Nuestra Señora de la Franqueira, San Fiz (Félix) y la Virgen de Castro.


Penedo de San Cibrán


Termina Fabián su relato y empieza Rabicho otro pintoresco, mientras dejamos el mirador y bajamos por un camino tortuoso. (Divisamos a Parderrubias).


Faro de Budiño


El que con su relato nos ameniza la jornada así va diciendo, traducido al romance:

-        ... pues en aquel monte de que les hablo a Vds hay un penedo grandísimo ¿No lo divisan Vds, desde aquí? –Alzando la cabeza y señalando con el brazo extendido añade. –Es aquella roca negra partida por el medio. Pues bien en la juntura de la Piedra del Faro en San Salvador de Budiño –que así se llama- se introdujo una tola de una aldea próxima que desapareciera de su casa y de los contornos y que hacía ocho días nadie sabía a donde había ido a parar. Se la dió por muerta y transcurrió mucho tiempo.

Era la loca mujer de cuarenta años que había sido muy guapa allá en su juventud. Es el caso que un día se aventuró hasta donde está la piedra cierto pastor que había salido con sus ovejas y al asomarse a la grieta vió con espanto en su interior un esqueleto humano ¡el de aquella infeliz perturbada que allí se metiera y de cuya cárcel de piedra sin duda no pudo salir!...

La tremenda historia que aquel aldeano acaba de referirnos nos impresiona hondamente. Es ciertamente un relato sombrío y macabro y espeluznante el que, con pintoresca frase, nos narró.

Atravesamos las rústicas y geórgicas calles de Parderrubias. Son a modo de un inextricable laberinto cercado con postes de piedra que cierran las huertas y son los soportes de los viñedos.

Se extienden estos por toda la llanura de la aldea llenándola de color y frondosidad.

¡Tierra jardín, poética y maravillosa; huerta prolífica, los viñedos se extienden por toda la planicie y rodean las rústicas alegres casitas!

Llámamos la atención la superabundancia de piedra que hay por toda aquella comarca. ¡Como que en todos los montes las enormes, las formidables, las gigantestas rocas se amontonan y apiñan en ingentes racimos de colosales moles de granito!.

De esos montes, de esas grandiosas canteras sacan aquellos recios varones (casi todos dedicados a este trabajo de picapedreros) los postes de blanco y duro granito.

Al llegar a la Rectoral nos salen al encuentro (para saludarnos y darnos la bienvenida) las personas más caracterizadas del pueblo.

Artugo Gallego hace las presentaciones.

Allí en el atrio, a la sombra de los robles centenarios descansamos el Abad (así llaman al Párroco aquellos feligreses) D. Antonio Pérez y Pérez, D. Angel F. Alonso (presbítero), D. José Mañá Dios Busto (Maestro Nacional de Paramos), D. Jacinto Zunzunegui (Médico), D. Leopoldo Boente (Secretario del Ayuntamiento) y D. Urbano Santos Martínez.

Descansamos de la caminata ¡que fué buena a fé mía! Y subimos todos a la casa del Sr. Gallego, que allí cerca la tiene, donde nos ha preparado una espléndida comida con honores de banquete.

Con nosotros se sientan a la mesa ¡no faltaba más! Nuestros simpatiquísimos guías: (¡Por noticias particulares (¡!) pude enterarme que apenas bebieron... agua durante la gran comida! No les gusta promiscuar).

Son de los que dicen: “Bueno es el vino, pero si el agua es de una fuente cristalina y clara, mejor... es el vino que el agua”.

-Fabián ¿cuanto es Vd capaz de beber durante el día?-le pregunto.
-¡Señor, non sei cabalmente! Mais dous cuartillos a mañán, un as once, catro al yantar, tres de merienda e catro a cea ¡ben van!.

-Y a Vd Rabicho ¿no le parece demasiado la dósis que bebe Fabián?
-¡Direille! Eu... boeno; catro ó yantar com-ó compadre non, pero seis ¡van! E cando vai sequía tres as once e catro a merienda ¡bébense como nada!

A media tarde vamos a Salceda de Casellas, la linda villita contígua a Parderrubias donde tengo un feliz encuentro. Allí, al frente de la Farmacia abrazo a D. Enrique García Sesar, entrañable compañero en las aulas del Instituto. ¡Oh, tempora, oh mores!.

-¿Te acuerdas querido amigo?

Y mientras mis acompañantes van a preparar unos grupos fotográficos yo me quedo un rato con mi caro farmacéutico fumando sentados al fresco en la puerta de la Farmacia, charlando alegremente y también -¿porqué no decirlo? –nostálgicamente de aquellos tiempos idos ¡de aquel ayer tan próximo y tan remoto! ¡De tantas cosas!

-Con esa barba, con esa magnífica barba negra, querido Sesar estás hecho todo un señor licenciado. ¡Gran Señor de Salceda de Caselas!.

Se ha casado; tiene varios hijos, marcha bien con su botica. ¡Está, en fin, satisfecho de su carrera y de la vida! ¿Que más puede apetecer? Mi amigo es feliz en aquel pueblecito riente y lejano.

Entramos en la casa. Me presenta a su gente. Aparece la “mía” y nos despedimos. Al abrazarme me dice que tiene muchas ganas de volver a Compostela, de dar unas “vueltas” por aquellas inolvidables rúas, pero que es galeote, amarrado eternamente al duro banco de su galera ..

El Rabicho se me acerca y me dice:

-Pasou vostede un bó rato con D. Enrique ¿non? E moi bo home e moi querido de todos.

Volvemos a Parderrubias y nos enderezamos a la casa del cura, del buenísimo D. Angel.

Es una casona soberbia. Se alza en una altura dominando –infanzona altiva- aquellas tierras.

Nos hace pasar a una salón prócer. Amueblado al gusto antíguo. Solá se retrepa en un sillón de baqueta, patriarcal y casi no se vé su inquieta y menuda figura.
¡Así debió pasarse los días en el Escorial, su magestad Felipe II!

Yo me siento entre Gallego y Fabián, los demás se acomodan por la sala adelante y el Cura trae una “carga” de discos y nos obsequia con una audición de su magnífico gramófono. Es la hora divina del crepúsculo.

Mientras la aguja, el estilete de acero puntea la placa impresionada con música y voces de la Capilla Sixtina que suenan en aquel señorial recinto con solemnidad verdaderamente litúrgica, mis miradas vagan por la tranquila estancia que tiene un algo de conventual, y van del retrato de León XIII –que preside con aquella venerable, dulcísima faz, desde el testero la íntima tertulia, al de Alfonso XII, del cuadro de San Antonio, al de la Purísima de Murillo, de viejas y doradas cornucopias y retratos de los antepasados de la familia, a la imágen de San Francisco austero, seráfico...

Otro hombre feliz –pienso- este sacerdote que aquí en este rincón de la montaña, lejos de la vorágine de las ciudades habita su mansión solariega, dice su misa, oye su música predilecta y fuma y charla entre gentes que le llaman bueno y acaso santo; que le obedecen, le respetan y le quieren como a un padre y un consejero...

Cuando termina la sesión nos hace pasar al refectorio y allí nos espera la mesa cubierta con blanco mantel y cubiertos de plata y colmada de licores, pasteles, frutas y un tostado añejo que el señor Cura guarda para las grandes solemnidades y para sus forasteros e invitados principales.

A tales señores, tales honores. Solo que hoy, haciendo una excepción y porque acompaño a distinguidos amigos me invita también a mí inmerecidamente.
Dios le paque la inmerecidad merced.

Y el Cura dijo cuando nos agasajó, mientras su ama nos servía y cumplimentaba:

-Basta que Vds. sean convidados y amigos de D. Arturo para que yo los considere igualmente míos. Pueden Vds. disponer de lo poco que poseo y Dios infinitamente bondadoso tuvo a bien darme.

... Vamos a cenar y nos acostamos pronto. Estamos molidos y al día siguiente hemos de subir no sé a que cumbres y recorrer no sé cuales ni cuantos montes.

Eran las seis de la mañana, aproximadamente cuando el alegre repicar de las campanas en la Iglesia cercana nos despertaron. Anunciaban la Rogativa.

Era un dulce y musical tañer y era en la hora fragante y matinal, en un aire transparente y fresco que el Sol de Mayo iluminaba con sus oros vernales, la música de los sagrados bronces cual un vuelo de aves jocundas en el espacio ambarino, bajo el cielo azul.

Hasta el lecho campesino llegaron los rumores de unas letanías que voces de mujer entonaban.

Salté y me fuí hacia la ventana.

Se alejaba un cortejo humilde, una procesión aldeana por entre viñedos, bajo el palio de las parras, a través del laberinto de las rústicas calles...

La imagen de Ntra. Sra. de los Campos iba delante, tras de ella un sacerdote revestido con la capa pluvial a cuyos oros y rasos descaecidos, litúrgicos, la luz solar arrancaba destellos lánguidos, cansados; un monaguillo portaba la cruz parroquial, que refulguía, y cerraba la religiosa comitiva una legión de mujerucas arrebujadas en sus pardos y negros mantones. ¡Oh, la devoción de aquellas honradas, humildes gentes!.

A las preces y recitados del Abad respondían todos los labios femeniles. Las dulces letanías extendían su místico rumor por aquellos campos bienolientes y era la procesión como un desfile de santas mujeres que con sus plegarias y su religiosidad va bendiciendo los frutos, las vides, las flores, todo el bien de Dios en la hora silente y matinal, de aquel día radiante de Primavera ...

La greguería de las campanas suena aún en los espacios luminosos...

Fué la piadosa devoción de la Rogativa una invitación definitiva para que nos levantásemos.

Abrimos todas la ventanas y por ellas entró la gracia de la Primavera; la gloria del sol y los bálsamos, los aromas y la fragancia del día azul.

Las abluciones mañaneras ungieron nuestra piel y refrescaron nuestros sentidos. Nos desayunábamos cuando entraron el clérigo y otros amigos y con ellos el Rabicho y Fabián a darnos los “buenos días”. Fuímos todos a misa y al salir recorrimos aquellas huertas que todos los efluvios campestres perfumaban.

Llegó el correo. Abrimos los periódicos y nunca como entonces me fué indiferente lo que “en el mundo” acontecía.  

Comimos, y fué después del buen café, de las copas de Coñac y de los cigarros que salimos en caravana hacia los montes lejanos, a ver un dolmen que domina toda la comarca.

Las caballerías, impacientes, probaban sus herraduras en el patio enlosado y relinchaban fanfarronamente.

Hablemos de esta jira.

Provistos de una buena máquina fotográfica (no pregunteis de quién era sabiendo que allí estaba Solá) de magníificos anteojos, subimos monte arriba precedidos de una legión bizarra y aguerrida de chicos y acaudillados por un excelente cicerone: Urbano Santos, vecino de Parderrubias. Le preguntamos a Fabián porqué esta tierra se llama así y nos contesta (siempre tiene una respuesta adecuada para todas nuestras preguntas y dudas) que no se sabe con certeza el orígen de este nombre.

Unos dicen que por haber vivido en lejanos siglos de esta tierra un varón noble, un señor feudal que tenía dos hijas muy bellas, las dos rubias como las espigas y cuyas cabelleras eran encendidas y rubias como el Sol...

Otros (y esta es la opinión más verosímil aunque no tan bella) por ser el terreno de esta comarca silíceo y tener una color amarilla arrubiada...

   -¿A Vd que le parece?

   -¡Phs! ¡qué se yo! Yo me quedo sin embargo, con la primera conjetura.

   -¡Xa sei! Elle más bonita.

Pasamos por frente a un santuario en el que se venera la Ascensión del Señor, por un caserio, por delante de un crucero grotesco y una venta (donde los dos compadres: el Rabicho y Fabián echaron sendos tragos de colmadas escobillas (tazas).

   -¿Qué tal es el vino, compadre?

   -¡Bébese ben! E do Condado. Trasegaba anque fora medio cabazo.

(El calabazo es la medida de esta comarca. Equivale a una arroba. La pipa “lleva” 34 calabazos).

   -Ahora que bebieron, díganme como se llaman esos montes. –Les pregunto señalando el Poniente.

   -“Pedra da Pomba”, Coto de Pías, San Cipriano de Picoña, Lage de Veitureira, Peña Cerdeiriña ...

Subimos monte arriba. Las cabalgaduras van con gran cuidado y se abren paso dificilmente por entre los tojales. Rebaños de corderos y ovejas triscan y ponen móviles notas blancas y negras sobre la inmensidad del monte.

Los pastores-niños juguetean como en una Arcadia feliz.

Ganamos todos los excursionistas y agregados (somos muchos más que cuando salimos pues al pasar por los caseríos se nos unieron algunas personas, chicos sobre todo) la cumbre de “Faro de Entienza”: altísima atalaya que domina mil leguas a la redonda.

Forman la cumbre ingentes rocas, gigantescos peñascos, enormes moles al pie de las que se extienden sombríos pinares y robledas umbrosas.

Hay verdaderos abismos, enormes alturas y profundas simas.

Cuando por allí subíamos recordamos las maravillosas, maestras páginas de Peñas arriba de Pereda. Los perros de los pastores nos ladran.

Los rapaces trepan como cabritos por aquellas rocas, monstruos de aquellos parajes silenciosos, solemnes.

Chicas desnudas de pié y pierna, encaramándose por las junturas y protuberancias de un penedo, llegaron a su cima; en ella bailan alocadamente y tienen las infantiles bailarinas la gracia de una estampa primitiva, ingénua y pastoril.

Si a la luz de la luna saltasen y bailasen creyérasmolas danzaderas que ofician en un rito de danzas celtas en los castros y sobre los dólmenes, en las piedra milenarias, de las aras y de los altares paganos...

Sube un niño, hasta donde las ágiles niñas están, portando una caña muy larga.
A un extremo ata el pañuelo verde de una chica y alza triunfal la bandera conquistadora.

¡Así, con la misma alegría y con igual triunfo debieron nuestros bravos conquistadores, los exploradores medioevales alzar sus estandartes y sus grimpolas en las rocas cimeras de las tierras exploradas y denodadamente descubertas!.

¡Estos muchachos son los nietos de Colón gallego!

Desde la cumbre divisamos, ayudados por los anteojos, “Vega Louro”, “Baldranes”, “Soutelo”, “Faro de Veituaeira” (que parece un promontorio al pié del cual se abren los abismos), “Picoña”, “Batallán”, “Virgen de la Franqueira”, “Salceda”, “Calseira”, “Arantey”, “Virgen do Castelo”, “Porto”, “Salvatierra”, “Castelo de la Pela”, “Caldelas”, “Paramos” y las tierras portuguesas de la frontera. Estamos al lado del Dólmen.

Largo rato contemplamos el soberbio, el estupendo panorama, admirados ante el grandioso espectáculo de la Naturaleza.

Descendemos y nos enderezamos a otras cumbres menos elevadas para recorrer la cordillera.

Pasamos por entre rocas que dijérase tajadas por cíclopes y titanes.

¿Qué cataclismo geológico conmovió los mundos y agrupó así estos colosos?
¿En que edad prehistórica rodaron por aquellos barrancos aquellas masas pétreas y quedaron en asombroso equilibrio unos sobre otros, vacilantes, aquellos peñascos gigantescos?

Llegamos a la “Peña Cerdeiriña”.

Gallego les manda a los chicos que la golpeen con los bastones y con piedras. El efecto es pasmoso.

Oid al Rabicho:

-Siempre que a este penedo se acercan os rapaces que veñen cas ovellas danlle con pedras ou paus soa com’unha campán, ¡Es que mesmamente tange como si fora de metal!

Seguimos hasta llegar a “Pedra Boliña” y a “Pedra da Pomba”, que tiene una bella leyenda de encantamiento que la exaltada imaginación popular le atribuye y hace datar de tiempo de los moros.

Es una peña que cabalga sobre otra dejando entre las dos una amplia cavidad abovedada.

Bajo el arco de aquel templo rústico de granito Solá impresiona unas placas que admirarán los lectores de su Revista VIDA GALLEGA.

En las fotografías aparecen todos los excursionistas y el cortejo de los chicos.
Bajamos hacia Parderrubias. El sol se ha ocultado dejando un resplandor escarlata hacia poniente.

Las brisas serranas llegan a aquellos parajes con las brisas agradables del Miño.
Yo le ofrezco un cigarro a Fabián que me pregunta, siguiendo el paso de mi cabalgadura, si me gusta la vista que se columbra desde el Faro de Entienza donde estuvimos. Le contesto afirmativamente y añade:

   -Don Gaime tamién va encantado. ¡Es que vese moito mundo dende alí enriba!

A mi izquierda va hablándome el bueno del espolique, tan pintorescamente como suele, de una excursión que ha muchos años, poco después de venir del servicio del Rey realizó a la “Peneda”, un monte de Rivadavia: “vel-alí vese” dice señalando con el brazo a la lejanía, en el que vió, en varias capillas “moi preciosísimos cadros d’a Pasión e Morte de Guesús...

Y una por una va recorriendo su memoria las siete estaciones teniendo para cada uno de los Pasos una explicación y un comentario prolijos, de admiración y asombro. ¡Oh, que Via-Crucis colorista, hiperbólico el que la torpe y viva y pintoresca descripción del simpático y noblote campesino hizo pasar ante mi muda y fervorosa curiosidad!.

¡Quien tuviese la galana y maestra pluma de Pereda para trasladar a estas cuartillas la narración de aquel romero lleno de fé, ingénuo y sencillo! Las cuartillas serían tapices y lienzos y cuadros de inestimable fabuloso valor;
Temina con estas palabras.

-¡Están moi lonxe aqueles montes e hay sitios de terra vírxen que parece nada. Non sei como vostedes no van calquer día hastr’alá! ¡Hay en eles moito, moito que mirar!

Si foran ¡entón sería cando pasmarían!

Al llegar el tañido de las campanas tocando a Oraciones, sus ecos se extienden por el valle augustamente solemne.

Es la plegaria melancólica del Angelus y nuestras cabezas se descubren.
Viene hasta nuestros oídos la música dulcísima de la gaita gallega, el ronco sonar del bombo y el redoble algarero del tambor.

Es un baile campestre que en un campillo próximo a la Iglesia suelen tener los días de fiesta (y el de hoy lo es) la gente joven de la parroquia y al cual acuden con traje de gala las rapazas y mozos de todos los lugares.

El gaitero es famoso en aquellos alrededores. Su nombradía corrió desde que en Caldelas, con motivo de no sé que certámen, le adjudicaron el primer premio, un magnífico pápiro de cien del cual se disputaban hasta ocho gaiteros también de renombre y de sona. (Este laureado músico rural y su gente nos obsequian después de la comida con un concierto interpretando las más “escogidas piezas de su vasto repertorio”).

Solá hará pasar a la inmortalidad, por medio de un gráfico, este triunviriato filarmónico.

Vamos hacia Porriño para desde aquí ir a Vigo en el tranvía de las diez.

Es una mañana tibia y llena de sol.

A despedirnos fueron galantemente hasta el límite de la Parroquia nuestros buenos amigos. Ahora, hasta aquel pueblo, nos acompañan, haciéndonos honor Arturo Gallego, Urbano Santos y (¿cómo nó?) los lealísimos y veteranos Rabicho y Fabián.

Es grande el sentimiento que me embarga por tener que separarme, ¡pronto ya!, de esos cuatro queridos amigos.

Volviéndome a los dos últimos que también van un poco apesadumbrados por la despedida próxima, inminente, les digo:

-¡A ver compadres, cuando van Vds, por Santiago de Compostela, la ilustre y maravillosa ciudad.

-¡Inda que non sea máis que por darlle un’ha aperta ó Apostol, outr’a vostede e mirar o botafumeiro teño qu’ir –dice el Rabicho.

Y Fabián con desilusión añade:

-Como non veña antes vostede por eiquí ¡o que-é nos! Santiago está muy lonxe!

-De Parderrubias más que Salceda, ciertamente, pero no tanto como América. ¡Nada, nada! ¡Hay que ir cualquier día a Compostela. Allí hay mucho que ver!

Llegamos al pueblo. Estamos refrescando en un café, en íntima camaradería, cuando los campanillazos del tranvía nos anuncian que es llegado el momento de la despedida.

Abrazamos y estrechamos las manos efusivamente, de nuestros ínclitos acompañantes y subimos al coche que nos lleva a Vigo.

Durante el viaje, tenemos para los excelentes amigos palabras agradecidas y sinceras. ¡Son nombres que por derecho propio y por su lealtad han pasado a la lista de las pocas pero dilectas, inquebrantables amistades.


ORTIZ NOVO. a 11 de Mayo, MCMXXI.



VIDA GALLEGA, nº 175. 15/08/1921




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